La ultima flecha
Una enorme bola de fuego rojo iluminaba el campo de batalla en su huída diaria hacia el oeste; los tonos encendidos del sol moribundo se reflejaban en los objetos metálicos desparramados en el más absoluto caos por el valle. Los estandartes y enseñas, otrora orgullosos símbolos de fuerza y poder terrenal, ondeaban convertidos en jirones al irregular ritmo de la voz estridente y aguda del dios Eolo.
Armaduras brillantes yaciendo abolladas, manchadas de sangre. Kilos y kilos de brillante blindaje, escudos de chillones colores, continentes de orgullo y valor residente en henchidos y poderosos pechos preparados para el combate, derramado en el sin sentido acto de la muerte.
Monturas desangradas pataleando en el suelo embarrado de hemoglobina y orines, con sus cuidados pelajes mancillados por tajos y excoriaciones, paciendo entre relinchos de agonía los últimos alientos de una vida derramada bajo un sol que ahora se escondía, harto de contemplar tanta brutalidad.
Aquellos caballeros orgullosos, flor y nata de la juventud nacida de la tierra, enfundados en metálicos pellejos, transformados por obra y arte de Ares en amasijos de carne y huesos destrozados, yaciendo sin ton ni son, allí donde les atrapara la huesuda parca y su guadaña sin piedad.
¿Y qué decir de las milicias? Ellas se habían llevado la peor parte. Como borregos guiados por el pastor habían luchado y muerto sin prácticamente protección ninguna, cayendo como trigo maduro ante la hoja afilada del segador. Miles y miles de almas ignorantes de la razón de aquella lucha, arrastradas por mandato de su señor al choque con otros como ellos, cargando contra los caballeros como hormigas contra un escorpión, conocedoras de su segura aniquilación.
Al final, después de toda aquella carnicería, luego de los gritos de ánimo y los cantos de guerra, de los tambores y las fanfarrias, cuando el silencio se había adueñado del valle, solo había quedado un vencedor: La Muerte.
Se había levantado tambaleante, con el arco aún en la mano, mientras la vida escapaba de él por un profundo tajo abierto en su entrepierna. Sabía que no le quedaba mucho tiempo, aquella arteria seccionada representaba sin remisión su sentencia a la eternidad fría de la tumba. Se alegraba de haber sobrevivido a sus compañeros para saborear el aire unos minutos más, aunque éste estuviera cargado del aroma de la sangre y el hedor de las vísceras derramadas. El reflejo de la luz en las armaduras abolladas creaba un halo fantasmal por todo el lugar…¡Era realmente hermoso!.
Los carroñeros habían acudido rápidamente al lugar para aprovechar los minutos que tardarían las viudas, madres e hijos de los contendientes en aparecer, buscando un herido al que cuidar o un cadáver que enterrar entre llantos y lamentaciones.
Sonrió, nunca la vida le había parecido tan bella como en aquellos instantes que la sabía perdida.
La madera de brezo empapada de sangre crujió cuando tensó lentamente el arco y se llevó el culatín de la flecha a la cara para apuntar. El sol rojo ofrecía una magnífica diana sobre la que hacer blanco. Las fuerzas le abandonaron y se derrumbó en el suelo, muerto.
Una flecha surcó el cielo para clavarse en la esfera solar, guiando un alma en su viaje hasta otra vida en la que vivir, hasta otra batalla en la que morir.
Buena narración.
Gracias