Ballet
BALLET
Ocho mujeres iguales. Idénticos cabellos grisáceos, ojos hundidos, bocas rectas, labios finos y pálidos. Las ocho vestidas de negro, con idénticos vestidos sueltos, largos, lacios, colgantes de sus hombros huesudos.
En la Sala I del juzgado se trataba de averiguar cuál de ellas era la verdadera Aurelia Anchares. La primera bailarina del Royal había sido asesinada y Aurelia Anchares era su camarera. Una de las ocho mujeres había usurpado su puesto para tener ocasión de acercarse a la bailarina y envenenarla, pero las ocho aseguraban ser la camarera de la muerta y haber sido suplantadas.
En la sala del tribunal, el público se apelotonaba en torno a la mesa, formando un grupo compacto que dejaba en el centro un espacio circular libre. Las ocho mujeres se sentaban juntas, en hilera, en un lugar alto, y muchas personas estaban en pie o sentadas en el suelo.
De pronto, un extraño personaje irrumpió en el círculo que la gente dejaba libre. No le vi bien la cara pues se tocaba con un gorro que se la cubría en parte, pero recuerdo que sus ojos brillaban febriles. Empujaba una camilla con ruedas y, sobre ella, el cuerpo inerte de la bailarina, de bruces, vestía aún el ligero traje de ballet. Su piel, sus cabellos, su ropa, mostraban un color achocolatado, parduzco, como si se la hubiera sumergido en un baño de agua embarrada.
El público se retiró hacia atrás, apretándose, ampliando el círculo libre. El extraño personaje desapareció enseguida y la camilla rodó suavemente hasta colocarse en el centro del círculo, donde se detuvo. El silencio era absoluto, pero pronto se escuchó algo. Una musiquilla tenue y doliente, salida de alguna parte, invadió poco a poco el ambiente y fue subiendo paulatinamente de volumen.
Como al influjo de aquella fúnebre melodía, el cadáver parduzco de la bailarina se removió en la camilla. El volumen de la música se elevó un poco más y el cuerpo muerto, a su conjuro, se alzó lentamente sobre los codos y las rodillas y se deslizó despacio hasta quedar en pié junto a la camilla. Esta rodó de nuevo silenciosa y salió del círculo, deteniéndose a unos pocos metros detrás de nosotros, pero apenas nos dimos cuenta en aquellos momentos de tensión. Luego, la música siguió in crescendo hasta convertirse en una zarabanda doliente y fúnebre que atronaba la sala. Y, ante el estupor de todos, la bailarina muerta comenzó a danzar. Primero, despacio, como desentumeciendo sus miembros adormecidos por el profundo letargo y luego se lanzó a una danza macabra desenfrenada.
Sus piernas se movían ágiles y elásticas, sus brazos se curvaban graciosos en el trazo de una glissade. Hubiera podido decirse que estaba viva, viendo su energía, su rapidez y el ritmo acompasado de sus movimientos, pero no palpitaba su cuerpo sin vida, no había expresión en su cara. La cabeza, echada hacia atrás, se mantenía firme sobre el cuello tenso y duro. El rigor mortis aprisionaba las mejillas y los músculos de la boca. Los párpados estaban cerrados y rígidos y los cabellos rubios teñidos de aquella sustancia marrón, flotaban lacios, muertos.
Si la música hubiese cesado de repente, se hubiera podido escuchar el silencio de la gente que contemplaba estupefacta aquella escena de ultratumba. Las ocho mujeres seguían con movimientos de cabeza acompasados los giros de la bailarina, todas a un tiempo, siempre iguales, impávidas.
Una vez más creció el volumen de la melodía que se transformó en un Dies Irae impresionante. La bailarina se acercó a nosotros con saltos rápidos. Diríase que volaba.
Mis compañeros y yo estábamos sentados en el suelo, en la primera fila del círculo, y en un momento vi la zapatilla manchada de marrón muy cerca de mis pies. Levanté con terror la cabeza hacia la muerta y desde mi posición en el suelo la vi enorme, gigantesca, con la cabeza siempre echada hacia atrás, los labios prietos, los ojos cerrados, las aletas de la nariz rígidas, sin un asomo de movimiento respiratorio que las hiciera vibrar. Y su cuerpo, agigantado por la perspectiva y por mi propio espanto, colosal, ágil y pesado a un tiempo, con los músculos de las piernas tensos y fuertemente marcados, los brazos enarcados en alto mostrando la dureza de los tendones y las venas verdeando tras el tinte parduzco.
Mi pánico aumentó al comprobar la imposibilidad de retroceder, rodeados como estábamos por la masa paralizada de asistentes atónitos al macabro espectáculo.
– No nos ve -, susurré a mis compañeros con angustia – está muerta y va a caer sobre nosotros.
Pero la bailarina muerta dio un salto formidable por encima de nuestras cabezas y cayó sobre la camilla situada detrás de nosotros. Y allí quedó en la misma postura en que la vimos al principio. De bruces, inmóvil para siempre.
En aquel momento, me desperté.
Ana Martos Rubio
muy bueno estecrelato me gusta