Cuesta abajo sin frenos

Cuesta abajo sin frenos

-Señor Collins, anúdese bien esa corbata. Bratton, deje de asustar a los alumnos de séptimo. ¡Por favor, señorita Moore, bájese un poco la falda!

Me parece increíble que esta mujer tenga tanta energía a primera hora de la mañana de un lunes, y más siendo el primer día del curso.

Pero ahí está la directora, correteando entre los alumnos con su traje gris marengo, repartiendo horarios y recordando constantemente las normas, como si la vuelta al trabajo no la hubiese afectado.

Camino por el pasillo del instituto hacia mi taquilla; la visión del mismo suelo de madera de todos los años, de las puertas cerradas de las aulas y de la gente de siempre hace que crezcan las ganas que tengo de marcharme a la universidad, o simplemente de abandonar los estudios dos años antes de lo normal. Me pregunto qué diría mamá de mí si supiera lo que acabo de pensar. Quizás me llevaría a un internado de monjas, o me obligaría a vivir en el sótano.

Reprimo un bostezo; anoche apenas dormí debido al estrés que siempre me provoca el primer día de curso. Mi reloj dice que quedan diez minutos para que empiecen las clases; no me da tiempo a ir hasta la cafetería a por algo que me espabile, y las máquinas expendedoras están llenas de niños de séptimo.

Abro mi taquilla y dejo los libros que no necesito. Apenas me ha dado tiempo a cerrarla cuando alguien me tapa los ojos por detrás.

-¡Ann! -.digo, reconociendo las manos pequeñas y delgadas de mi amiga.

Nos abrazamos en medio del pasillo, sin importarnos que todos los estudiantes nos estén mirando; no la he visto en todo el mes de agosto, desde que su madre la obligó a ir a la casa de campo de su abuela con sus estúpidos primos de Arizona. Supongo que debió ser horrible pasar un mes entero cuidando caballos y sirviendo mesas en el camping de su abuelo.

Mi verano ha sido algo mejor, aunque mamá se haya empeñado en revisar la lista de universidades y de carreras a las que puedo tener acceso. También ha dejado caer lo estupendo que sería que me concedieran una beca por sacar matrícula en los dos últimos años de instituto. Odio que me presionen.

Inmediatamente, Ann empieza a hablar.  Después de ponernos al día sobre el mes en que mi amiga ha estado sin cobertura, no podemos evitar entregarnos a nuestra actividad favorita: cotillear.

Mientras nos dirigimos a nuestra primera clase, matemáticas avanzadas, criticamos lo gorda que se ha puesto Alison Flynn durante el verano, el maquillaje naranja de Lindsay McConnor y el chaleco de rombos de Jamie Doe.

Es reconfortante volver a ver a Ann.

 

-¡Ey, preciosa!

Dan me pasa un brazo por los hombros y me da un beso en la sien. Estamos en el tiempo de descanso después de la segunda hora, y Ann y yo ocupamos nuestro sitio de costumbre: uno de los pocos bancos en los que da el sol en el patio.

Dan lleva los pantalones grises con el dobladillo remangado, y ha sustituido la horrorosa americana verde oscuro del uniforme por la sudadera del equipo de hockey del instituto. En ella se pueden leer las iniciales EHS (Elton High School), y lleva el número 3 impreso en la espalda, debajo de su apellido. Me gusta ese número; es el día en el que empezamos a salir.

Algunas chicas le miran de reojo, y con razón. Dan llama la atención con su estatura, su brillante pelo negro y sus ojos azules; sin embargo, él no parece darse cuenta de que es guapo. Es el típico chico deportista, con buenas calificaciones, que siempre se muestra amable… y mi novio.

Le beso brevemente en los labios y le pregunto por su verano, aunque no me hace falta; él se encarga de llamarme todas las noches para hablarme de su día.

Se disculpa cuando el entrenador Palme le llama, pero me acaricia el pelo antes de irse y me recuerda que me lleva él a casa.

Me quedo mirando su espalda cuando algo me distrae: Katelin, y su inseparable Jeremy, me miran fijamente y cuchichean entre ellos.

Odio a Katelin desde que tengo memoria. Somos de la misma zona de la ciudad, y desde pequeñas nos hemos llevado mal.

Mucha gente dice que no es más que una pelea entre dos chicas guapas y populares, pero es algo más que eso. Es como si fuese una competición para ver quién obtiene más méritos, a pesar de que nuestras madres han intentado varias veces que seamos amigas.

De niñas, cuando jugábamos en el parque, solíamos presumir de juguetes nuevos que la otra no tenía.

Sin embargo, en el instituto, nuestras rencillas se agravaron. Ella saboteó mi proyecto final de química en noveno; ver su cara cuando el señor Harrison la descubrió fue uno de los mejores momentos de mi vida.

También trató de manipular las elecciones a la presidencia de la clase el año pasado para que yo no resultara elegida. No solo no tuvo éxito sino que, como venganza, sirvió como objeto de uno de mis experimentos en una de las horas de laboratorio. Ella se tuvo que marchar a casa cubierta de una espesa pasta marrón y a mí nunca me descubrieron.

Así ha sido siempre. Y me temo que va a continuar así.

 

Por fin suena la campana; no podía aguantar dentro de un aula ni un minuto más. Todos los profesores no han hecho más que repetirnos el mismo sermón: que este año la nota media empieza a contar, que tenemos que ponernos las pilas y que bla, bla, bla. Como si no lo supiéramos. Casi me recuerdan a mamá.

Me cargo la mochila al hombro y camino por el pasillo. Saludo con la cabeza algunas personas que no he visto desde que terminó el curso pasado.

-¡Ey, Ed! -.grita una voz a mi espalda.

Me detengo y hago rechinar los dientes, aún sin darme la vuelta; odio que la gente abrevie mi nombre. Ed suena demasiado a chico.

Me giro y veo a uno de los miembros del consejo estudiantil dirigiéndose hacia mí.

-Hola, Edith -.dice Mikel.- El presidente me ha pedido que te de estos papeles.

-De acuerdo -.digo, tratando de sonreír.- Gracias, Mike.

El chico rubio se sube las gafas, se despide con una inclinación de cabeza y se aleja.

Suspiro; primer día de clase y ya me están acosando los del consejo. Me extraña que los del anuario aún no hayan dicho nada.

Ser la chica más perfecta del Elton High School implica compaginar cuantas actividades extraescolares se pueda: el consejo, el anuario, la orquesta, las animadoras, las obras de teatro… Eso sin olvidarse del deporte. Ni de que tengo que obtener unas calificaciones perfectas. Me paso la mano por el pelo con agobio.

Cojo de la taquilla todos los libros que necesito para estudiar esta tarde, me despido de Ann y me dirijo al gimnasio.

 

Alguien ha colocado las largas barras de madera a lo largo de la habitación, así como un potro pequeño.

Me contemplo en los espejos de cuerpo entero que cubren la pared del fondo: pelo castaño recogido en un moño alto, ojos verdes, nariz pequeña y cubierta de pecas.

Las mallas de gimnasia se ajustan a mi cuerpo resaltando mi falta de pecho y mis estrechas caderas. A veces desearía tener el cuerpo de Ann que, aunque es una cabeza más baja que yo, tiene más curvas.

La señora McMillan nos da el mismo discurso de todos los años, que he logrado aprenderme de memoria. Es cierto que la gimnasia es un deporte exigente, pero yo creo que solo intenta asustarnos.

No veo por qué nos hacen ponernos a entrenar el primer día, incluso antes de que se hagan las pruebas; somos de los mejores, y se supone que no debemos tener problemas para ganar el campeonato estatal y clasificarnos en el nacional. El estatal lo hemos ganado cinco veces; el nacional, tres. Sin embargo, la señora McMillan dice que este año el resto de equipos son muy buenos, que nos pueden dar problemas. Lo mismo de todos los años.

Entorno los ojos y me miro con más detenimiento. ¿Eso que tengo en las caderas son cartucheras? Paso discretamente una mano por mis caderas, pero solo noto el hueso, ligeramente prominente. Suspiro.

Me ajusto una tira de la zapatilla y me uno a la fila de gente que empieza a calentar.




  • 0 Comentarios

    Dejar una respuesta

    Contacto

    info@scriboeditorial.com
    666 47 92 74

    Envío
    o de las

    Inicia Sesión

    o    

    ¿Ha olvidado sus datos?