EL VUELO DE LA PERDIZ
“…el hombre no se entrega a los ángeles,
ni a la muerte por entero, como no sea
por la flaqueza de su débil voluntad”
Edgar Alan Poe en Ligeia atribuyéndoselo a Joseph Glanvill.
¡Hola! ¿Qué tal? Soy. ¿Recuerdan? Por tu gesto sé que…de todas, hablaré. José María ¿Qué nombrecito, no?; el hombre que va dejando trazas ardientes y nunca apaga, ha de consumirse el carburante hasta que sólo cenizas resten y sea el viento el encargado de esparcirlas. Irresoluto.
Desolada… ¡uhm, que sola!
Cruzar los boquerones uno y dos a las cinco de la mañana. Superar el túnel. Cuatro bocas, traga carros, que escupen en sentidos contrarios en pares de dos pisos. Vienen y van del distribuidor la Araña y me arrojan sobre la avenida Lamas rumbo a mi cometido, hospital Carlos Arvelo. Son las seis de la mañana cuando entro a Caracas.
Largo periplo y una esperanza. Tengo mucho tiempo que no la veo. Me mandó a llamar, yo estaba en Maracay, anoche llegué a La Guaira y hoy…hoy estoy aquí, llegando a donde me demandan. Aun no sé que me depara el reencuentro pero decidido trataré de cerrar un ciclo de etapa de vida con treinta cinco años a cuestas, me siento viejo.
Esa brisa fría me recuerda otros instantes, la casa amarilla que se erige diagonal al centro comercial Maracaibo que desde aquí puedo ver, vuelan mis pensamientos ante la angustia y ansiedad, retrotrayéndome, alegrándome. Y en el presente, entristeciéndome.
Más allá de los cristales ya corrompidos del centro comercial, de las santas marías cerradas con emblemas de grafitis y politiquería. En aceras olorosas a orines y pordioseros, a basuras en las esquinas, a sudores de buhoneros del todo el día, más allá le conocí, en la mezzanina del Atlantis. Risueña de aquellos años, rayo de luz, canario, loto encerrado en su herbario. Hermosa mujer de mis jóvenes años.
De los molinos, el bloque de Armas a la avenida O’Higgins puerta al paraíso ¿cuántas veces nos caminamos esos senderos, atados de manos y suspirando en pasión? Hasta los pies del cacique guaicaipuro en la redoma, trébol de la Vega, El paraíso, La vega y Montalbán, siempre caminábamos hacia el paraíso, por sus calles cargadas de samanes, almendrones y jabillos. ¡Qué aromas! ¡Qué pasividad! ¡Tanto amor! Llegábamos a las fuentes, a Crema Paraíso, la mejor. Dos merengadas de chocolate, dos hamburguesas, dos bolsas de papitas fritas y nuestros ojos fulgurantes penetraban nuestras almas, nos descubríamos sin una palabra que perturbara el sentir, ya nos sabíamos, el hotel era el desquite.
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Reparando en el presente, una voz emergente, casi un alarido desgarrado desde el alma -¡Estoy aquí amor mio! – y el hospital Carlos Arvelo mostró sus indomables ladrillos, sus balcones y losas de finales de la última dictadura que pisó suelo venezolano. Las voces no se escuchan en los pisos psiquiátricos, allí todos deambulan como mariposas sedadas. Revoletean y se asoman a las ventanas, ella se escapó varias veces y en todas la consiguieron, por ello vive aunque se entregó a la muerte, la nunca indecisa guadaña la dejó plantada.
En vida el cuerpo y con el alma muerta, no es un desmayo sino un largo etcétera. Van caminando como van los zombis, sin rumbos fijos y sí tumbos continuos. Siempre sedados y cuando no, perdidos en sus nebulosas de desordenes mentales.
Yo me enteré hace mucho, supongo, ciertos detalles en los instantes de andares. El pensamiento que vuela como en reflexión profunda y ante una pregunta, uno, dos… mente en blanco. De repente se apartaba de todo y se concentraba en el herbario, cantaba en susurros, tarareaba sin voz, indecible de mí y mi preocupación, pero le amaba. No lo sé, quizás aun… no, es su recuerdo. Llegué.
Se abrieron las puertas y crucé en silencio, no se puede, no se puede… dudaba. Todavía mantenía frescas las remembranzas de mis retrospectivas en la llegada, allá fuera, mirando la casa amarilla. Los almendros dándome cachetadas para que despierte del éxtasis bobalicón en que caía mi alma.
-Psiquiatría – pregunté en recepción
-¿a quién visita? – una ronca voz masculina en cuerpo de mujer. Extraño.
-A Yennis Mendoza
-¿pariente? – cumplimentó la mujer varonil
–Bueno –vacilé, luego – sí
–¿consanguinidad? –levantando la vista para observar mi porte y notar mi duda
–Ninguna –riposté
–¿pregunté si era pariente o no?
–No, no…no. Ella era, ¡uhm! – carraspeando – fue
–Entiendo –me respondió la mujer con un dejo que me conmovió, por el grado de desenfado que le mostré – suba al piso quince – y me dio la espalda.
El ascensor está a la izquierda, un militar en otra recepción de información, no habla si no se le pregunta, está allí sólo para orientar al perdido. Pasé por un lado y ni me miró. Uniforme impecable, botas lustrosas, yo si le miré, recordé, cruzaron fugaces orden cerrados y desfiles menores de cuando me uniformé. ¿Por qué me atacan tantos recuerdos?
Ansiaba llegar y temía. ¿En qué orden estaban mis pensamientos? ¡Basura!. Tengo mucho sin saberle, los años hacen estragos en nuestros cuerpos, pero ella, en psiquiatría. ¿Por qué me mandó a llamar?
Los botones los manejo yo cuando voy a pisos bajos, los días en que visité parientes ciertos, mis padres operados, mi tía, otra vez mi madre con arritmia y mi padre otro día, herido por delincuentes, mi hermana… y hasta yo, una vez, allí, hospitalizado por un día. Pero en ésta ocasión, extraño, ascensorista para los piso de psiquiatría, no todos pueden subir, a mi me esperaban y allá iba, tragando pedazos de uñas virtuales por los nervios agitados.
–Piso quince –una ascensorista de ultratumba, tal la cara, seca y pálida, ella debía quedarse hospitalizada en ese piso. ¡Qué miedo!
–Gracias –salí cabizbajo con la chaqueta colgada en mi antebrazo y más nada.
Un pasillo medio atolondrado, mariposas revoleteando a todos lados. Batas blancas y hombres forzudos con uniformes grises. Otra recepción pero con muchas enfermeras y carpetas por doquier. Estas colgaban en una gran pizarra acrílica y entre alcayatas, la carpeta de Yennis, mas rayada que pizarrón de escolar. Ya le habían revisado pero la doctora seguía en los cuartos atendiendo a otros.
Me presenté. Me esperaban.
–Está allá, en la 103, pero no pase. Espere. La doctora hace recorrida. Ella quiere hablar con usted – me informó la enfermera cuando mandé a bajar la carpeta de Yennis.
–¿quién? Yennis o la doctora – repliqué ante la controversia
–Ambas, pero primero la doctora. Creo que vienen sus padres.
–¿mis padres? ¿para qué?
–Los suyos no, bueno no sé. Los de ella.
–¿de la doctora? – insistí, estás vez de manera intencional
–No señor… los de Yennis.
–¿y? ¿Qué tengo que ver con eso?
–No lo sé… tome asiento. Espere – cerró la conversa ya cansada de mi poca seriedad.
–Tengo frío, hace mucho frío aquí- comenté en soliloquio sin saber porque pero alguien me escuchó
–Póngase la chaqueta, las tiene en el brazo – dijo una del grupo con cara de amargada, quizás hastiada del trabajo o de mi replique constante.
Caminé vacilante, parsimonioso, hacia la salita de espera. Unos muebles negros y cómodos aguardan a los visitantes. Me hundí en ellos. Sabrosos, invitan a dormir, más aun, tras el ajetreo de dos días de viajes y ascuas. No sabía porque estaba allí. Tenía tiempo sin saberle, hasta antier en que me notificaron que quería verme. Ya yo estaba casado, ¿Por qué de nuevo? La sentía palpitando en mi pecho ante la proximidad del reencuentro. No me dijeron que era la doctora, ni los padres de ella, sino ella, mi amada de jóvenes años, la que quería verme. Me sentía confundido. ¿Qué coño hacia yo ahí? Pasado ya es pasado y punto, pensé, pero quedé colgando en el limbo. Estoy.
Mis parpados peleaban para no cerrarse, el frío hacia mella en mi cuerpo y anestesiado por el innoble capricho de Morfeo que aprovechaba mi agotamiento, dormía de ratos hasta que… demasiada delgada para ser. ¡No!, estoy soñando. ¡No!, se me encima. Me reconoce. Viene saltando como grillo ronroneando, como libélula rasando papiros de aguas estancadas. Ella está muy flaca, diría famélica, demacrada. ¿Qué pasó? Pero aun se mantiene vigorosa, su mente despierta. ¿Qué es esto? Me desperté abrumado con la voz de la enfermera que me llamaba.
Frente la recepción unos ojos azules sobresalían de entre las batas blancas, una suave voz que como ninfa que canta. Sensata, una mujer sensata. En su plaquita se leía: Carmen Ruiz, doctora Carmen Ruiz. Entonces entendí de quien se trataba.
Me tomó del brazo y me regresó al mueble donde descansaba. Allí los dos, solitos, hablaba apenas abriendo los labios, le entendía con claridad, sólo mirándole sus gestos vocales, estaba embelesado con su tanta belleza y pasividad. ¡Qué sensatez!
En esos momentos varias personas pasaron con batas sueltas, sin nada abajo. Por la apertura, atrás, mostraban sus nalgas al pasar corriendo o a pasos agigantados o deambulando como idos hasta que lo detuvieran los guardas. Yo los veía a todos sedados porque volaban como mariposas encerradas en un gran matraz. Una chiquita rapada estaba entre ellos…corría alegremente, a menos me pareció, tenia pantuflas de conejo y sus dientes eran blanquísimos como la leche. No se me pareció a nadie, ninguno de ellos se me pareció a nadie…eran puros desquiciados. Sentía tristeza.
La doctora llamó a una enfermera gesticulando con sus manos y ésta le acercó una carpeta constitutiva de un cuestionario, sobre esa base pretendía interrogarme, no sin antes ponerme al tanto de las dificultades de la paciente, mi dulce Yennis, allí me enteré de sus intentos, sus escapes, sus desganos, sus padecimientos, sus ansiedades y sus habilidades. Me enteré el por qué del yo allí…siempre te nombra, me dijo la doctora. Le hicimos una regresión y estás allí, en sus mejores años. En sus felicidades, nunca reflejó una pizca de amargura mientras estuviste presente y quiero saber…quiero saber, recalcó con voz suave pero firme, el motivo de tu alejamiento.
En eso, el sonido peculiar del ascensor al tocar piso, se escucha la puertas abrir y cerrar, y unos pasos que intentan ser mullidos pero rechinan las suelas de balatá sobre el excesivo pulimento del piso. Esos pasos vienen acompañados por el traqueteo de unos tacones y una voz que murmura inaudibles palabras en la distancia. Es un cotorreo de cigarrón, se sabe que se queja de una situación.
Reconozco la voz, sé de sus insinuaciones. La doctora se levanta y saluda, son los padres de Yennis, yo estoy de espaldas a ellos, al levantarme el señor me tiende la mano en señal de saludo fraterno, años sin vernos, estamos canosos, a él lo conocí así… pero el tiempo pasa aunque persistamos en el juego de la vida. No obstante, ante ésta calurosa salutación, la cara acompañante se desfiguró por completo, los ojos se le viraban tratando de esquivarme, la doctora observaba denodadamente cada gesto, cada acción, cada rechazo y cada…todo. Se había dado cuenta de lo que yo sabía hace mucho, mas no del motivo de mi alejamiento. Allí estaba presente quien poseía mi alma muerta y la de ella, Yennis.
Se completó la rueda, el pastel estaba servido pero faltaba un algo, un ingrediente que le diera sazón al plato que puesto que sí, se convertiría en bodrio por el amargo rechazo de unos de los componentes.
–Vamos a la habitación –nos invitó la doctora. Ella ahí, a nuestro lado, para observarlo todo.
–Gracias –murmuré con cierta ansiedad y temor. ¿Qué sentimiento tan estúpidamente contradictorio?
Los padres callaron respecto a nosotros, pero la mujer caminaba como forzada sobre sus tacones de planta alta y su murmullo no cesaba sobre los oídos del padre de Yennis. Las puertas batientes a dos hojas se abrieron, varias camas con personas sedadas, triste verlos allí como aves heridas viendo el techo. Una anciana gritaba de vez en cuando y luego, lagrimas con estrujado de nariz, se arropaba completa y después arrojaba la sabana. La cama que estaba decentemente tendida era la de Yennis, la doctora miró enderredor de la habitación, no estaba, Yennis no estaba. Sobre la cómoda, la dieta, sólo a la gelatina le faltaban dos cucharadas. Alguien hurgó en ella. La doctora salió apresurada, estaba quedando mal ante nuestros ojos, ella no quiso sedar a Yennis está mañana debido a la visita que haríamos. La doctora deseaba estudiar al grupo de manera natural, algo tenía planeado, algo se le estropeaba, su pasividad se iba al carajo. Levantó la voz a la enfermera y dejó al descubierto el carácter que le engloba, ese alter ego que es en verdad lo que somos, sin caretas, sin apariencias, con todas nuestras ambigüedades existenciales. Su paciencia no era tal, también era humana.
–¿Quién dejó salir a Yennis? – recalcó sobresaltada mientras las enfermeras se movían angustiadas como buscando una prenda perdida.
Mi exsuegra aprovechó para mirarme de reojo sobre el hombro del marido, escaneó todo mi cuerpo, me sentí vulnerado. Removió los cimientos temperamentales de aquellos mis días idos, la juventud inescrutable. Aborrecí la mirada, no oculté tal desprecio, en ese momento quise matarla tal cual el día aquel en que destruyó el futuro de nosotros. ¡Ah! ¡Qué enfrentamiento vital! La debilidad de la carne versus la fortaleza del alma, ya yo no tenía alma, la despedazo esa cuaima. Ese fogoso fuego que cuando jóvenes nos quema dentro, nos marca y también destruye. Mi preocupación, por fin, desandar, resolver, superar, dejar fuera todo vestigio doloroso y regresar al hoy, limpio. La memoria me jugaba sucio y con ellas allí, inquisidora la una, la otra sin verla aun, perdida en lagunas mentales o en desordenes, algo, no lo sé. La exsuegra trastabillo por sus tacones, hubo de apoyarse fielmente al hombre de su marido, sentí penetrar de nuevo sus rayos oculares y mi alma se estremeció ¡asco! Comenzaron las sombras a atacarme en ese instante, todo es cuestión de segundo, se recorre una vida en instantes como si la muerte llegara envalentonada a llevarnos. ¡Cincuenta y tres!…Cincuenta y tres años tenía en mis diecisiete y bastó una invitación al campo para que todo aconteciera. Todavía tengo encendido el gusanito innoble del sexo, me dijo, alcanzándome una cerveza. El señor viajaba, mi exsuegro. Yennis estaba conmigo pero apartada en la cocina y de allí en adelante “el hombre es fuego y la mujer estopa, y viene el diablo y…sopla” sucedió y Yennis lo vio, ¡bastó!
Mientras esto me ocurría, a las enfermeras no les daba tiempo de mirarse a las caras, todas buscaban. Hacia los pasillos, al ascensor, las escaleras de emergencias, los escondrijos del piso, el lavamopas… nadie se movía hacia el balcón a donde yo, ahora, dejando atrás a esa cuaima descarnada colgando en el hombro de su marido, comencé por salir escapando de su atosigante mirada. Desde mi perspectiva, en el pasillo, lentamente iba encantado por el cuadro de ranchos que se veían en la distancia, los cerros variopintos de Caracas con sus entretejidas escalinatas que me traían a colación, y no sé por qué motivo, los caminos bifurcados de Borges ¡Qué vida tan insolente la nuestra!. Me acercaba para cuando la chiquita rapada que vi pasar hace rato en la otra dirección, observaba el mismo paisaje que yo y sobre una página blanca plasmaba en claro oscuro, al mejor estilo Picasso, el atrincherado barrio de San Martín. En silencio entre al recuadro del balcón, con su piso rojo, acre pulido, hermoso.
Unas silletas a los lados, de descanso, de visitantes. Nadie más que ella y yo, pero ella sola, embebida y yo allí, tras de sí, observándola y sin saber de quién se trataba. Una desconocida para mis ojos más viejos, para el castigo que nos hace el tiempo cuando por años no nos vemos. Estaba allí, dibujando, recostando su hoja al muro del balcón, doblándola y desdoblándola como si la hiciera por pedazo, sus dientes blancos de leche se mostraban en el gozo del dibujo, sus ojos se achinaban, su cabecita rapada. Chiquita.
Tras de mi llegó la doctora, hacía rato daba vuelta, los ánimos caldeados los dejo sobre el mostrador de la recepción, sus ojos azules, noté, se confundían con el cielo cuando en dirección a la chiquita se posaron. Y entonces me dijo, de nuevo, esa voz encantadora que me deleitó en la llegada
–Ella es Yennis – y parece se aguaron sus ojos, se le escapaba el mar
–¿es..?
– impresionado – Parece ser que mi éxtasis no mintió – le comenté
–¿Qué dices? – la doctora volviendo la cara hacia mi
–No, nada. Es Yennis – sentí un deseo de abrazarla pero si en ese instante lo hacía, lloraría como un niño incomprendido. Aguanté.
Los padres se acercaron también, entonces si se destapó la olla, dos enfermeras y un guarda, todos allí en el balcón. Yo seguía marcando pauta junto a la doctora y Yennis, concentrada en su quehacer no daba bola por mingo, ni se percataba de nuestra presencia, miraba sólo al frente. Me di cuenta que estaba ida, ellos son así, me comentó la doctora. Por ello es necesario tratarlos, se pierden en su mundo, ese mundo que está en algún lugar de su pasado donde perdieron composturas o sentido o cordura. Está ahí, su cuerpo, ella, no se sabe dónde. Su alma peregrina quizás voló como perdiz espantada por cazador, un cazador desprevenido que no supo dar lectura a lo que al frente tenía, su tierna avecilla.
–Estamos iguales, tampoco tengo alma, acá está quien tiene ambas – le respondí con precisión a la doctora y di la vuelta antes que Yennis me viera, no tuve valor.