En la guerra todos lloran
Justo en el momento en el que Camilo estaba en frente de la mesa, cuando
tuvo que tomar su fusil como los otros casi doscientos guerrilleros elegidos
para realizar la prueba significativa de paz —la entrega de armas— se recordó
en un pasado que antes de ese momento había estado enterrado en sus
profundidades. Mientras uno tras otro de sus compañeros de armas pasaban a
dejar su fusil de combate, y les era entregada una carta con lo que se suponía
era la absolución por parte del gobierno junto con un cheque que debía contener
dinero suficiente para sobrevivir un tiempo o para emprender un negocio; Camilo
recordaba su ayer. Era el primer día de un noviembre, quizá por la lluvia
torrencial o por las envolturas de dulces en el suelo del pueblo, o así lo
recordaba él. No había más sonido que el de las gotas cayendo sobre los tejados
de metal, y el agua rodando por las canaletas hasta
los baldes en los que usualmente su familia recogía la lluvia, un perro
escondido bajo unos escombros tiritaba de frío, y él, sentado en la banqueta,
frente a su casa, no se atrevía aún a entrar, ni siquiera se había atrevido a
mirar hacia adentro. Él y su hermano menor habían salido a pedir dulces, como
siempre lo hacían en esa fecha desde que tiene memoria; su mamá les había
confeccionado un disfraz de gitano para cada uno, era siempre el mismo disfraz,
pero no importaba, pues cada año lograban recolectar dulces y competían entre ellos
para ver cuál recogía más y mejores dulces y golosinas. Camilo sigue allí,
sentado, inmóvil, asustado; tiene diez años y no sabe ahora lo que debería
hacer. La mamá siempre les decía que cuando escucharan una ráfaga o una
explosión debían correr, pero ese no fue el caso, no había sonidos, solo el del
agua, el del perro, y el olor de lo que había consumido todo el lugar. Un
hálito de humo salía de todos los lugares que se avistaban a lo lejos. Fue lo
primero que vio Camilo y su hermano de siete años Luis, cuando regresaban del
pueblo a donde habían ido a pedir sus dulces, a donde iban todos los años;
cuando regresaron vieron como todo estaba siendo consumido por el fuego, pero
más allá del sonido de la madera de las casas quemándose, y más allá del olor
de los cuerpos calcinándose, no había sonido, no había olor, hasta que la
lluvia arreció. Un silbido despertó la actitud confusa de los dos niños, Camilo
alcanzo a sentir como su hermano, que él llevaba de la mano, fue arrojado hacia
el suelo. Tendido allí, estiraba su pequeña mano hacía Camilo quien horrorizado
veía como su boca se llenaba de espuma y sangre, su pecho también sangraba,
hasta que disfraz de gitano fue toda una mancha roja. Sus ojos estaban abiertos
cuando su mano suplicante cayó en un último suspiro. Luego de eso, arrastro los
pies hasta llegar a la puerta de lo que fue su hogar, consumido por las llamas.
Él se sentó en la banqueta, metió su rostro entre sus dos manos hasta que
empezó a llover.
Uno más que pasa, un hombre elegante y con un traje lleno de estrellas y soles
recibe el arma y le entrega el sobre, le aprieta la mano y le dice algo que
desde la distancia Camilo no logra entender. Hay mucha rabia en los alrededores,
muchos gritos y algarabía. Otro más, y otro, entregan su única defensa y
confían en que no los van a matar como hace algún tiempo. Confían de nuevo,
ellos, Camilo no, sigue con su fusil cargado y lo empuña con la confianza de
llevar más de diez años empuñándolo, sabe disparar, sabe cazar, sabe cocinar en
el monte, sabe arengar a sus compañeros, sabe vivir en la selva. Pero no sabe
cómo va a hacer para vivir de otra manera, él también sabe hacer caso, siempre
lo ha sabido; y los jefes supremos desde La Habana enviaron la razón de que
hicieran una vez más caso,
mandaron a decir que tranquilos, que no les va a pasar nada, que ellos los van
a cuidar.
Cuidar desde allá le parece a Camilo bien difícil, pero pues ellos son los que
saben, hay que hacer caso. Los primeros que llegaron a donde Camilo estaba
sentado le dijeron que se fuera con ellos, que toda su familia estaba muerta,
que el gobierno los había matado, que si quería vengarlos, a su hermano, a su
madre, a su tío, a los demás, debía ir con ellos. Él no sabía aun lo que
significaba venganza, pero no sabía que más hacer, con mucha hambre, con mucho
frío, con mucho sueño, y muy confundido; alejado de las convicciones reales de
la muerte, no entendía —nunca se lo habían explicado, todo era dios— que estaba
sucediendo, pero toda la noche había suplicado, había orado, había pedido
regresar el tiempo sin resultado; su hermano y el resto de su familia, sus
amigos y su comunidad habían sido borrados de la faz de la tierra, solo él, un
niño efebo, tenía en su sangre y en su memoria los
recuerdos de su gente, más allá de él, todos habían desaparecido de la memoria
de los hombres. Lo cargaron en una mula durante mucho tiempo, le dieron
aguapanela y un pan viejo, al final, después de un par de kilómetros se durmió.
Cuando despertó, estaba en medio de la selva, asustado e inquieto se bajó de la
mula, intentó correr pero fue detenido por un hombre muy alto y fornido que se
presentó como el comandante, le dijo que se estuviera tranquilo, que allí todos
iban a cuidar de él, que era desde ya, una parte fundamental de la revolución
del país.
Siempre escuchaba los discursos de los cuales no entendía mucho, palabras como
revolución, ultra – izquierda, Marx, lucha, equidad, gobierno, derrocar… Eran
palabras ajenas a su entender pero no a su sentir, el discurso tenía cierto
poder de persuasión, las arengas eran poderosas y él se contagió inmediatamente
por la efusividad de los que eran más grandes y que evidentemente llevaban más
tiempo ahí, escondidos en el monte; y al mismo tiempo, entendió que el gobierno
era el demonio mismo, y que haría todo lo que estuviera en su alcance para
exterminarlo, para darle al país un futuro mejor, y repetía sin entender muchas
de las palabras de los discursos que brindaban cada semana a su unidad. Pasaron
los años y vivir disparando se transformó en su vida, no había televisión ni
radio para los combatientes, decían que era para que no se contaminaran con las
mentiras de los
medios manipuladores del imperio, que había que seguir luchando, que esa era la
salida, la única salida.
Uno más que recibía su cheque y su indulto, entregaba su fusil y se
hacía junto a los que iban recibiendo el cheque, algunos sacaban las hojas para
leer, pero la inmensa mayoría no sabían leer, Camilo tampoco sabía. Habían
muchas cámaras de video y fotógrafos, por lo menos unos quinientos periodistas
y miles de personas que hacían mucho ruido, parecían felices casi todos, aunque
había muchas miradas irritadas, él imaginaba que no debían estar contentos con
la paz, y aunque no lo entendía, si entendía por qué debían estar rabiosos, pues
a través de sus años vio morir a muchos de sus compañeros, así mismo vio morir
a muchos de los enemigos, vio y ejecuto muchas muertes; era el pan de cada día,
o matas o te matan, decía el nuevo comandante, un moreno muy flaquito que había
llegado al campamento hacía como tres años. Mata o te matan, sobrevive el que
dispara primero, en la guerra no hay reglas, todo se vale; esas eran frases que
caracterizaban al nuevo comandante, que era mucho más directo y decía su verdad
con más franqueza que el otro
comandante.
Ya casi era el turno de Camilo, que angustia, que iba a hacer, sabía que era
mejor esto que todo lo demás que tuvo que vivir. Su venganza jamás había sido
consumada, pues él sabía que cada vez que mataba a alguien se mataba un poco él
mismo, pero que jamás tocaba al gobierno —el culpable del deceso de su
familia—; pero que hacía, si de pronto no lo veían disparando en un combate, lo
hubieran matado a él, y si se hubiera volado y lo hubieran atrapado lo habrían
torturado, eso no era posible, él tenía más miedo de sufrir o de morir
que, de otra cosa, él quería vivir. Entregó el fusil con mucho miedo, se
desprendió de su única certeza, de su salvador; y así se despidió de su única
profesión; le entregaron el sobre, le apretaron la mano y le dijeron algo que
no entendió. Iba caminando y mirando el sobre que sabía no podía leer, preguntándose
ahora que carajos iba a hacer, pero feliz por qué por fin la guerra había terminado.
Sin embargo, había muchas miradas inquietas que lo seguían, muchos fotógrafos
y reporteros hablando, muchas personas gritando, y había mucha gente con rabia
en su mirada. Seguro que habrán perdido a alguien, pero ellos no saben que yo
también perdí a alguien, se decía Camilo, cada día perdía a alguien, a mis
compañeros, a mi familia; y lo peor era que cada día me hundía más en la
soledad que deja esta vida, esta maldita guerra, concluyo en su soliloquio
Camilo.
Se alejó, recordándose en una banqueta, tan confundido como hoy, con la misma
zozobra que sintió aquella vez. Camilo ya tiene veintidós años, y no sabe hacer
nada más que matar. Él hubiera querido, si le dieran la posibilidad de elegir,
habría preferido quedarse allí sentado, en la banqueta de hace tanto tiempo,
esperando que ese dios de sus oraciones apareciera y se llevara su dolor,
aunque nunca llegara, cualquier cosa habría sido mejor que esto que le toco
vivir. Ahora es un hombre, pero en su alma carga a todos sus muertos, no solo a
su familia, aquella de hace tiempo que jamás pudo vengar; carga a todos los
muertos de la guerra. Camilo empieza a llorar a caudales, y sus lágrimas son
las de todo el pueblo, no el pueblo que bebe escoces en La Habana, no el pueblo
que duerme plácido viendo la muerte en la distancia; el pueblo que luchó en
esta guerra, las lágrimas de las madres que enterraron a sus hijos, madres de
uno y de otro bando; las lágrimas de los hijos que quedaron sin padres, de uno
y de otro bando. Todos colombianos que fueron orillados a una guerra que jamás
pidieron, pero que si perdieron. Camilo llora por qué él es culpable, llora por
qué sabe que tendrá que cargar a todos sus muertos el resto de sus días, y vaya
que si es una pesada carga.