KOATELT El niño del sueño
Koatelt, despertó un buen día con su cara iluminada. De entre las pecas de su rostro, salía radiante una luz muy extraña.
Amaneció rojo el cielo, y con manchas grises. Gruesos manchones habían en los remolinos de las nubes, como cuando quedan grumos en la avena de Mamá.
La casa de Koatelt, era un gran agujero en el bosque. Allí vivía con sus amigos: Pai, Zen y Cuch. Los árboles eran de color naranja, azul con amarillo dorado y olían a flor, pero a flor marchita y a azafrán crudo que tenía melodías sonoras en sus semillas voladoras.
Era todo ese lugar un planeta florecido dentro de las mentes fantásticas de los habitantes de ese mágico hogar donde todo era posible.
No existía una comarca de habitantes iguales, todos eran seres vivos muy diversos. Unos tenían ocho y tres patas, alas, pies o conchas de caracol y terciopelos lanudos para combinarse o cubrirse del sol.
Los padres de Koatelt, habían desaparecido hace tiempo con la caída del primer árbol, y con la inundación de las negras aguas espumosas.
Todo venía de la Ciudad Ocre, donde los aparatos grises y ruidosos se tragaban las hojas, los campos y todas las cosas.
De una gran máquina salían casas de metal, cuadradas construcciones y miles de seres sin pensamiento, con un cablecito por detrás para dar cuerda.
El dueño del aparato, era el gordo y gigantesco Sr. Donne, el de las orejas de pelo verde que dominaba a las personas telepáticamente como un demoníaco ángel, un elocuente domador de deseos.
Pai, Zen y Cuch, jugaban con Koatelt, a pesar de la ruidosa ciudad y de los malolientes aires del lugar. En sus juegos de sueños, cada uno era parte del jardín perfumado, bebían agua limpia de las hojas arco iris.
Jugueteaban y gritaban de emoción al caer de los brazos de un árbol al otro, mientras la suave lluvia les llenaba de gotas y frutillas frescas el rostro que proyectaba luces encantadas.
Donne, el dueño de todo, dispuso un día, convertir cada lugar boscoso en Ciudad Ocre, extendiendo sus garras por todos los rincones que ya sufrían depresión y soledad.
Las rocas se quejaban y lloraban por doquier como duendes perversos, tristes, y saltando sin parar.
Su negocio era el peor, pues todos debían pagar como esclavos silenciosos y dar carbón a las máquinas que se instalaban en la tierra contaminada.
Los ruidos sonaban como truenos a punto de estallar, y el cielo rojizo se empezó a caer, lanzando feroz unos terribles aguaceros de gotas de lava oscura humeante.
Koatelt levantó su cabeza rápidamente hacia adelante con todas sus fuerzas.
¡ Abrió los ojos !
Asustado, sudando y lleno de temor:
¡ Despertó !
Se había quedado dormido en la suave almohada de Mamá, abrazado por Kaillo, su padre.
Revoloteaban alrededor de Koatelt unos abejorros violetas muy hermosos y fosforescentes que crecían como burbujas risueñas de colores.
Las callosas y tiernas manos de Kaillo, le recordaban que quizás el sueño era mentira y que solo duraba pocos minutos.
Fuera de casa, las aves, los niños, las flores, los ríos y el universo que cantaba dentro y fuera de ese lugar planetario y del espacio todo, estaban salvados de nuevo.
No llovía algo humeante, ni goteaba fuego todavía el cielo furioso, ni las estrellas tímidas.
Todo había sido apenas, una fea pesadilla. Pero Koatelt, logró escudriñar algo en medio de su aparente alegría.
Al observar bien la realidad, había cosas del sueño en su mundo.
Muchas cosas empezaban a olían mal en los agujeros del bosque y parecía que la vida se acortaba por la enfermedad que escondía la vida misma como un capullo misterioso e iracundo por descubrir. El firmamento entonces, gemía en estruendos muy raros.
Koatelt notó algo:
La pesadilla era una advertencia.
Ender Rodríguez