La boda del Santo Padre
La boda del Santo Padre
– Gaudeamus! Caeli enarrant gloriam Dei!
Alborozo en las calles de Roma. Júbilo en el mundo cristiano. Alegría en la Iglesia. Tras largas deliberaciones, discusiones, controversias y dilaciones, el Concilio había finalmente admitido el matrimonio para los eclesiásticos, no sin ciertas restricciones para adecuarlo al Derecho Canónico. Y, un venturoso día, los padres conciliares pronunciaron solemnemente las palabras decisivas:
– Cristo elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento, por tanto, es cosa santa y sagrada.
– Verdad de fe.
Pasado algún tiempo, el Santo Padre, espejo de todas las virtudes, sancionó la doctrina conciliar con su ejemplo contrayendo matrimonio con una piadosísima dama romana. La ceremonia, solemnísima, siguió el Rituale Romanum ante los asistentes sobrecogidos de emoción. A la salida del templo, los fieles aclamaron con entusiasmo a los recién casados, la curia los colmó de bendiciones y la multitud acompañó al cortejo lanzando vítores y flores y agitando banderines blancos y amarillos.
Los jardines Vaticanos, los Palacios Apostólicos, los patios de San Dámaso y del Belvedere, se abarrotaron de servidores de la corte, de personal laico, de prelados domésticos, de religiosas del servicio, de camareros, que esperaban anhelantes la llegada de los sagrados cónyuges. Tan solo los centinelas de la Guardia Suiza permanecieron firmes en sus puestos, luciendo rutilantes cascos y corazas y bellos ropajes con los colores que diseñara el mismo Miguel Ángel, negro, amarillo, morado, rojo y verde. La Plaza de San Pedro bulló de júbilo y exaltación esperando la aparición del Sumo Pontífice en la ventana de la tercera planta del antiguo palacio de Sixto V, desde donde había de impartir su bendición a los fieles.
Finalizado el acto público, alojáronse los cónyuges en los aposentos papales que, aun siendo celdas casi monásticas, habían sido aderezados convenientemente para recibir a la esposa. Y allí comenzó la nueva vida del Papa, compendio de virtudes y paladín de la cristiandad.
* * *
Los primeros días de convivencia transcurrieron entre susurros, tiernas sonrisas y paseos sosegados en los que el Papa mostró a su esposa los espacios de su nueva morada. Ella acogió con admiración las explicaciones del egregio esposo y dio gracias al Altísimo por tanta ventura. Pero, una vez finalizada la breve luna de miel in situ, el Papa se entregó a sus santos quehaceres y la esposa se dedicó a organizar su tiempo con el asesoramiento del Jefe de Protocolo de la Secretaria de Estado, con la guía del Gobernador de la Santa Sede y con la ayuda inestimable de las religiosas del servicio del Santo Padre.
Entre sus quehaceres como primera dama del Estado Vaticano, la esposa del Papa tuvo que aprender y conocer de primera mano datos e historias de su nuevo país. Ávida de conocimiento, recorrió la Biblioteca Vaticana, que guarda la colección de manuscritos más importante del mundo, frecuentó la Librería Editora y la Capilla de música pontificia e incluso consiguió entrar en el Archivo Secreto Vaticano, repleto de copias de documentos expedidos desde tiempos de Inocencio III y atestado de legajos de familias tan nobles como los Borghese y los Ruspoli.
Cada vez más curiosa y atrevida, la primera dama invirtió su tiempo libre en leer, en investigar, en aprender y en seguir la pista a los asuntos y sucesos que llamaron su atención que, dicho sea de paso, fueron muchos y muy complejos. Y así, al cabo de un tiempo, se hizo con un arsenal de preguntas y de planteamientos que decidió someter sin dilación al juicio de su santo esposo.
– ¿Por qué la iglesia Anglicana tiene mujeres celebrantes y la santa Iglesia Católica no? – preguntó un día con cierta excitación – ¿No crees que el Señor se regocijaría si fuera una santa mujer la que ofreciera el sacrificio de la Misa?
– Nuestro Señor Jesucristo eligió doce apóstoles varones para celebrar la santa Eucaristía – respondió suavemente el Papa – y estos apóstoles nombraron sucesores a los obispos, también varones, para pastorear a los fieles.
– Sin embargo – arguyó la primera dama acompañando su atrevimiento con un estudiado gesto de timidez – yo he leído… que Nuestro Señor amó a María de Magdala más que a sus otros discípulos y que… ella comprendió su mensaje universal como ninguno de los otros lo había comprendido.
– Son libros apócrifos, querida -, respondió afectuosamente el Papa – textos gnósticos escritos en el siglo II por la Escuela de Alejandría. No debes leer esos libros heréticos – señaló a continuación – pues podrías incurrir en un grave pecado.
Se aquietó la piadosa mujer y salió humildemente de la cámara tras prometer no volver a los libros prohibidos. Pocos días después, en uno de sus habituales encuentros con esposas de altos prelados, la mujer de un miembro del Consejo de Estado se quejó:
– Mucho se ha modernizado la Santa Sede en los últimos tiempos, pero no veo que haya entretenimientos para nosotras. Resulta penoso tenernos que desplazar a Roma para ver una obra de teatro o ir de compras. ¿Por qué no pides al Santo Padre que permita instalaciones de ocio en la Ciudad del Vaticano?
– No creo que el Papa acepte sugerencias sobre temas triviales – respondió la primera dama – aunque sí escucha otro tipo de peticiones más relevantes.
– No se trata de instalar casas de modas o casinos – añadió la esposa del cardenal prefecto con cierto retintín – pero no podemos estar siempre sumidas en temas religiosos. El cine de los Jardines Vaticanos rara vez ofrece una película… laica.
– Si el Santo Padre argumenta que nunca hubo tales instalaciones en el Vaticano, tampoco tuvo antes la Santa Sede página web ni cuenta en Twitter – apuntó la esposa del Camarlengo.
Aquella cuestión no resultó del agrado de la primera dama que consideró tales asuntos excesivamente superficiales, pero sí fue un acicate que la llevó de nuevo a su anterior planteamiento. ¿Por qué no podía haber sacerdotisas y obispas como en otras iglesias?
Empezó por trasladar al Santo Padre la demanda de las esposas de los altos prelados, lo que a él, como ella había previsto, le pareció cosa desestimable por lo trivial y carente de interés. Entonces abordó de nuevo el tema de la ordenación femenina. Aquello no era trivial ni carecía de interés, sino todo lo contrario.
Prudente, evitó hacer referencia a los evangelios apócrifos, aquellos textos gnósticos, calificados de heréticos, en los que Jesús besaba a María Magdalena en la boca ante los celos de los apóstoles y donde la Santísima Trinidad estaba formada por el Padre, la Madre y el Vástago, pues la Segunda Persona era femenina. Prefirió apelar al sentido común.
– Si Cristo sacralizó el matrimonio -, empezó – ¿no sería magnífico que la Iglesia se poblara de matrimonios eclesiásticos unidos por doble sacramento, el Matrimonio y el Orden Sacerdotal?
– La doctrina apostólica es contraria – opuso el Papa – San Pablo dejó dicho que las mujeres deben permanecer en silencio en el seno de la Iglesia.
– ¡San Pablo! – exclamó ella – ¡eran otros tiempos! El mundo ha cambiado en dos mil años.
– Sin duda – aceptó él – pero las verdades divinas no cambian.
– Sin embargo, el Concilio admitió el matrimonio, que antes estaba vedado – refutó ella.
– No siempre lo estuvo – respondió él – al principio, los religiosos cristianos se casaban e incluso había monasterios mixtos que albergaban matrimonios. El Apóstol dijo que es mejor casarse que quemarse.
– Cierto – admitió ella y enseguida se apresuró a añadir – y también sé que en los albores del cristianismo hubo diaconisas y mujeres santas que propagaron la palabra de Dios. El mismo San Pablo realizó viajes pastorales en compañía de Santa Tecla.
Aun porfió un rato el Santo Padre sabiendo de antemano que tenía perdida la partida. Ella supo llevarle, con suma cautela y delicadeza, hacia sus intereses y él, con resignación no exenta de ternura, se dejó llevar.
No tardaron, pues, las mujeres en recibir el sacramento del Orden como no habían tardado en poblar la Santa Sede desde que se admitió el matrimonio. Pronto se las vio oficiar y algunas, las más atrevidas, subieron al púlpito contradiciendo el mandato apostólico de permanecer en silencio en la Iglesia.
Eran imparables. Imparables como el proceso que el alto clero entrevió aquel día en que el Concilio se pronunció a favor del matrimonio. Ninguno se libró de la sensación de que aquel edificio, erigido y mantenido con esfuerzo durante más de dos milenios por manos varoniles fuertes y robustas, empezaba a desmenuzarse entre ágiles y esbeltos dedos femeninos.
* * *
No tardaron en llegar al Vaticano los primeros retoños de las sagradas uniones. El nacimiento del primer hijo del Papa alcanzó mayor resonancia que su matrimonio porque fue la prueba de la bendición divina. Un niño. A nadie cupo duda de que los padres conciliares habían actuado bajo la inspiración del Espíritu Santo que Jesucristo prometió a sus apóstoles.
El bautismo se celebró con toda la pompa ritual que la Iglesia sabía desplegar para las ocasiones especiales.
En la venturosa mañana, la Basílica de San Pedro abrió de par en par sus catorce puertas al bullicio de la Plaza porque, aun siendo el templo más espacioso de la cristiandad, no pudo dar cabida a los innumerables asistentes, muchos de los cuales se apiñaban en la puerta central y abarrotaban la escalinata de acceso. Otros, los menos afortunados, asomaban por entre las columnas o trataban de trepar a los basamentos de las pilastras para alzarse sobre la muchedumbre que se apretaba en el corredor. Hasta las estatuas de los santos que ornan la balaustrada circular sobre la columnata parecían elevar sus manos al cielo, dando gracias al Señor por tan fausto acontecimiento.
En el interior del templo, la corte papal en pleno, las Congregaciones, la curia romana, laicos representantes de la mayoría de los países y eclesiásticos de todo el orbe siguieron, ora con piedad, ora con curiosidad e interés, la ceremonia bautismal oficiada por el cardenal secretario de Estado, orgulloso de impartir el sacramento al precioso párvulo, a quien apadrinaron los más dignos miembros de la Familia Pontificia.
El Santo Padre no cabía en sí de gozo y era tanta su felicidad que apenas podía contenerla mientras escuchaba las palabras que, en nombre del neófito, pronunciaban solemnemente los padrinos. Tras la ceremonia, padres y padrinos presentaron al niño ante el altar de la Inmaculada Concepción. Y todos se postraron para orar.
El Papa, radiante; los padrinos, fervorosos; el infante, adormecido. Y, la madre, exultante, ocultó su rostro entre las manos para esconder su plegaria secreta, su particular Te Deum, su oración de triunfo:
– Habemus Papam!
Ana Martos Rubio