La Casa
Era la casa de mis pesadillas, cada noche desde que cumplí 10 años.
Y allí estaba, de pie frente a ella, esperando que una respuesta
llegara milagrosamente a mi cabeza.
¿Qué tiene esta casa que me atrae y me asusta a la vez?
Juan era mi mejor amigo, desde aquella tarde que le conté de mis
pesadillas, donde la casa me llamaba, invitándome a entrar. Su
capacidad de escuchar mis problemas, sin juzgarme me hizo sentir que
podía confiar en él, a pesar de en más de una ocasión ser un
pesado. Siempre me aconsejó sobre qué debía hacer para enfrentar
mis miedos, de esa manera se ofreció a acompañarme para explorar
esas viejas paredes raídas, ventanas rotas y habitaciones solitarias
que no habían visto vida humana en mucho tiempo, y así demostrarme
que no había nada que temer.
-¿Ves?, -Preguntó Juan mostrando su apoyo con un par de palmadas en
mi hombro-, es solo una casa.
Mi amigo puso rumbo a la vieja reja oxidada que se resistió al
intentar abrirla dejando un espacio apenas suficiente para que
pudiese pasar un perro pequeño.
-Si te apetece puedes ayudarme. -El sarcasmo de Juan era, por
momentos, soportable, pero no ayudaba en nada en un instante donde
hasta la más pequeña fibra de mi ser se encontraba paralizada,
intimidado por la Casa-. Hola, ¿quieres moverte? Es solo una casa.
Relájate.
Juan me haló del brazo con tal fuerza que reaccioné como si acabara
de despertar de una de mis pesadillas, le ayudé a empujar la reja
hasta que la abertura fue lo suficientemente ancha para que
pudiésemos entrar sin problemas. El patio frontal era enorme, como
la mitad de una cancha de fútbol, lleno de árboles y maleza que
apenas dejaban visible las viejas baldosas de caico que una vez
fueron el sendero que guiaba hasta la entrada de la casa. Mi amigo se
adelantó observando cada centímetro del patio y recogiendo cada
cachivache que se encontraba para mostrármelo como un perro que
busca la aprobación de su amo. Yo, sin embargo, me encontraba
nervioso. Un nudo en la boca del estómago me hacía sentir incomodo,
convirtiéndose en una vibra extraña que invadió la parte baja de
mi espalda, subiendo hasta mi cuello y extendiéndose por mis brazos
y piernas. Tuve la sensación de que en cualquier momento lloraría.
Juan tuvo que animarme un par de veces para que continuara moviéndome
hasta que por fin llegué al porche de la casa, el suelo estaba
cubierto de una gruesa capa de tierra y hojas, la rama de un árbol
atravesaba una de las ventanas y el inconfundible olor a follaje era
penetrante y molesto.
-Quizás sería mejor si nos fuéramos. -Sugerí, dejando atrás
cualquier rastro de valor que me quedaba.
-No seas cobarde.
-No es eso. ¿Qué tal si nos encontramos a alguien adentro? Podría
ser peligroso.
Era cierto que encontrarnos con un desconocido en esa casa era una
posibilidad, pero, a decir verdad, mi temor era más profundo de lo
que quería admitir.
-Ya se. -Dijo Juan con ese tonito que tanto me desagradaba y que
terminaba por hacerme cometer locuras inimaginables-. Crees que la
casa esta embrujada.
-Claro que no. -Insistí, aunque mi tartamudeo no fue convincente.
-No tienes de que preocuparte. Los fantasmas no existen y te olvidas
de lo más importante: Yo estoy acompañándote.
Mi amigo era demasiado ególatra, considerándose el hombre más
valiente del mundo. Su fe en la Virgen María, los Santos y Jesús no
le permitían creer en fantasmas y apariciones de ninguna clase, para
él, cada historia que se tejía alrededor de esa casa eran solo
“habladurías de viejas” que no tenían vida social y
buscaban desesperadamente la aprobación de alguien para sentirse
amadas. Particularmente, jamás vi un fantasma, ni soñé con un
fantasma o sentí un fantasma, pero no significaba que no existieran,
así que respetaba la creencia.
Pocos segundos después, y sin que se lo pidiera, abrió la puerta
principal. Por más extraño que pareciese, la puerta abrió sin
ninguna resistencia. Eso encendió mis alarmas internas y me hizo
sospechar de que alguien ya había entrado y que la casa no estaba
del todo abandonada. El olor a humedad salió de la casa mezclándose
con aromas a podredumbre y basura imposible de no percibirlo sin
arrugar el rostro y taparse la boca. Poca luz penetró al interior de
la casa por lo que Juan sacó su teléfono celular e iluminó con el
flash de la cámara a modo de linterna.
-¡Esto es Genial! -Exclamó Juan mientras entraba.
-Insisto, no deberíamos entrar.
-No seas miedoso. Acá no hay nadie.
-¿Cómo lo sabes?
-Simplemente lo sé.
No estaba seguro de nada pero la insistencia de Juan era implacable.
Pronto me encontré en el interior de la casa, caminando entre los
restos de muebles, mesas rotas, adornos de cristal rotos en el suelo
y viejos retratos, enmohecidos por el tiempo y que extrañamente aun
colgaban de las paredes. Después de cruzar la primera puerta
llegamos a un salón muy grande, con muebles en tan mal estado que
apenas eran reconocibles y varios grafitis de símbolos extraños
adornaban las paredes.
-Eran ciertos los rumores. -Dijo Juan a nadie en particular.
-¿Qué rumores?
-Ya sabes, de los cultos satánicos. Hay cada imbécil que cree en
estupideces.
-Mayor razón para salir de aquí.
-Tranquilo. Se nota que no han estado acá en mucho tiempo. Solo
daremos una vuelta y nos vamos.
Recorrimos la habitación menos de treinta segundos antes que mi
atención se la robara una fotografía en el que aún se podía
distinguir una pareja, cargando a un bebe.
-¿Viste eso? -sin mediar más palabra, Juan se dirigió hasta el
fondo de la casa, obligándome a seguirlo. Pocos segundos después
estábamos en la cocina, rodeados de estantes mugrientos y una vieja
cocina que apenas servía como chatarra.
-¿Qué paso? -Pregunté nervioso-. ¿Qué viste?
-Nada. No fue nada.
-Por favor, nadie se exalta así por nada.
-Tranquilo. Debió ser algún animal.
Noté a juan más perturbado de la cuenta, hasta algo preocupado, así
que aproveché el instante para pedirle que saliéramos de la casa.
La sensación extraña que me invadía se estaba convirtiendo en la
paranoia de ser observado por las paredes. Incomodidad era un
eufemismo comparado con lo que sentía, pero Juan insistió en
terminar de explorar, como si su vida dependiera de ello. Estaba
dispuesto a mostrarme que no había nada que temer, pero yo no era el
único que tenía miedo.
-Espérate. Tranquilo. -Dijo Juan demostrando una falsa valentía-.
¿Qué tal si vamos a ver dónde los mataron?
-Estás loco. -Exclamé enojado-. No subiré a ver donde mataron a
esta pobre familia.
-No seas cobarde.
-No es ser cobarde. Es respeto. Ya mucho es que hayamos entrado sin
permiso.
-Escúchame. -Juan me sujetó por los hombros-. No tardaremos nada,
subiremos, presentaremos nuestros respetos y nos iremos.
Estaba seguro que no me dejaría en paz hasta que accediera a su
petición, así que nos dirigimos al piso de arriba. En esta ocasión,
yo subí las escaleras primero mientras era escoltado por Juan y su
linterna. Cuando llegamos al piso de arriba, noté que gran parte del
techo se había desprendido, bloqueando el camino al resto de las
habitaciones, solo dejando libre una sola puerta, misma que se
encontraba abierta de par en par. Juan estiró el brazo para alumbrar
la habitación, oscura como la noche, a pesar de hacer un sol
inclemente afuera. No había rendija, agujero o ventana que pudiera
dejar entrar luz en aquella sombría habitación. Enseguida supe que
era la famosa habitación del bebe, habitación que fue testigo de
una muerte horrenda y trágica. Unos hombre armados entraron a la
casa con la intención de secuestrar a la familia y pedir rescate,
pero las cosas no salieron bien. El señor de la casa, un abogado
prestigioso, se había hecho con muchos enemigos, por lo que guardaba
una escopeta dentro de la casa como medida de precaución. Hubo un
enfrentamiento y la familia, padre, madre e hijo, fueron asesinados.
Todos en la zona conocemos la historia, porque por más que se
intentó ubicar a los criminales nunca fueron capturados y por
supuesto, las viejas de la urbanización atribuyeron aquello a una
brujería o castigo divino. La sociedad puede ser algo estúpida.
Algo me empujó, una fuerza extraña, que me invitaba a entrar.
Apenas puse un pie en la habitación, un sentimiento de abandono,
miedo y nostalgia me golpeó en el rostro, intensificando ese nudo en
el estómago que no me dejó durante todo el recorrido. Me sorprendió
ver que estrellas y lunas sonrientes aun colgaban del techo por
cuerdas de nailon. Un oso de peluche estaba tirado en el suelo
cubierto casi en su totalidad de tierra y una cuna de madera, estaba
casi intacta en medio de la habitación.
-La habitación del bebe. -Dije con voz entrecortada.
Mientras más me acercaba a la cuna, más detalles notaba. Carros de
juguetes en el suelo, afiches de Tiger en las paredes y figuras de
aves de distintas especies que eran parte del papel tapiz. Llegué
hasta la cuna y sobre las viejas sabanas invadidas por los hongos y
la mugre estaba un pequeño soldadito de plomo como puesto allí a
propósito. Tomé el pequeño juguete entre mis dedos y pude sentir
como un escalofrió recorría mi espalda, recorrí con los ojos la
habitación y no pude evitar creer que no era la primera vez que
estaba entre esas cuatro paredes.
-Vámonos, -Dijo Juan con voz quebrada-, hay que irnos.
Cuando volteé a mirarlo, vi cómo se alejaba corriendo, acción que
imite sin pensarlo mucho. Creí que la persona o personas que
hicieron de esa casa su hogar estaban de regreso, pero, al bajar las
escaleras pude ver que nadie había entrado. Salimos de la casa,
perseguí a Juan por el patio, luego por la calle, hasta que por fin
pude tomarlo del brazo y detenerlo cuando estábamos a dos cuadras de
la casa.
-¿Qué pasó Juan? -Pregunté insistente.
Mi amigo estaba pálido como pared de hospital, sus ojos desorbitados
y sus labios temblando me indicaban que su nivel de terror era
enorme.
-Respira Juan y dime ¿Qué pasó?
-Me habló. Me habló.
-¿Quién te habló?
-La mujer. Me habló la mujer.
Podía creer que Juan me estaba gastando una broma, pero no percibí
ni una pizca del sarcasmo que le caracterizaba.
-La mujer nos conoce. -Dijo Juan.
-¿De qué estás hablando?
-Una mujer me habló y nos conoce.
Mi corazón empezó a latir tan fuerte que por un momento creí que
saldría por mi boca. Tenía miedo de preguntar algo por no sentirme
preparado para la respuesta, pero era inevitable la pregunta más
obvia.
-¿Qué te dijo la mujer?
Juan no dejó de mirarme a los ojos, escudriñándome, quizás
esperando algún tipo de vacilación en mis palabras o tal vez que
mis ojos le dijeran que yo no le creía.
-Ella me dijo -soltó finalmente- “Gracias Juan, por traer a mi
hijo de visita”.