La Esperanza
Abrió los ojos y otra noche más encontró lo de siempre, un viejo techo sucio y desvencijado por donde se colaba el agua cada vez que llovía. No era un sueño, era la pesadilla que llevaba soñando desde…, ya no recordaba desde cuando. Sabía que hacia mucho tiempo, porque su cuerpo había cambiado, había crecido y sus pies sobresalían del sucio y apestoso jergón que tenía por cama.
Ese era su hogar desde aquella noche, la última que recordaba de su otra vida, esa vida que volvía una y otra vez cada noche y que al despertar le encogía el corazón al percibir su realidad.
Su única ventana al mundo tenía forma de cerradura, y se repetía cada noche que alguien vendría con una llave enorme y la liberaría; por esa cerradura le cabía su brazo, que sacaba cuando llovía para sentir el frescor de las gotas al estrellarse contra su mano. A través de ella veía cercano el Monte de los Tres Picos; que ironía, este lugar que alimentaba de aventuras sus juegos infantiles se había convertido en su prisión.
Recordaba sus juegos con Guille; su amigo, el hijo de uno de los sirvientes de su padre; el sonido de su flauta y sus risas cuando convertía su flauta en una espada y se transformaba en el Gran Guillermo que junto con la Princesa Ana luchaban juntos contra la banda de los Tres Malvados que querian hacerse con el reino y cuya guarida estaba en el Monte de los Tres Picos.
Aquella noche el juego se convirtió en realidad y unas manos grandes y fuertes le arrancaron de su cama mientras dormía, estaba sola, tan solo era Ana y el Gran Guillermo no acudió en su ayuda, tan solo era Guille y su flauta; lloró, gritó, pero nadie acudió en su ayuda. En ese momento su vida se convirtió en un sueño y comenzó a vivir una pesadilla.
Prefería estar sola, había aprendido a no tener miedo, a no esperar nada, había aprendido de los ratones con los que compartía el alimento que la daban una vez al dia, había dejado de preguntar porqué; nunca obtenía respuesta. Sólo una vez le habló, el personaje sin rostro que le sujeta con sus manos sucias para cortarle una y otra vez mechones de su pelo; su respuesta le dio miedo:
–No preguntes porqué y pregunta cuánto. Cuánto tiempo seguirá tu padre el Rey pagando por tu pelo. Cuando deje de hacerlo tu vida acabará. – le contestó escupiendo las palabras.
Ya no volvió a preguntar, sabía que su padre seguía pagando, pero no entendía porque no enviaba su ejercito a buscarla. Ella no podía escapar, no tenía fuerza suficiente, la Princesa Ana, que grande sonaba su nombre pero que débil la persona.
La princesa que soñaba con luchar contra los bandidos se había convertido en su prisionera; si pudiera se arrancaría su cabello para que no le pudiesen enviar mas mechones a su padre, quizá entonces enviaría su ejercito.
Ya amanecía, los primeros rayos de luz se filtraban a través de la cerradura, le gustaba como le acariciaban su piel, ahora sucia y ajada, le calentaban poco a poco el cuerpo y su corazón. Todas las mañanas tenía la esperanza de que la gran llave rompería por fin sus cadenas y a pesar de que los días pasaban no podía perder la esperanza.
Se abrió la rendija de la única puerta de su celda, por donde le daban su ración diaria de alimento, un mejunje asqueroso que la mantenía viva. Al sonido acudían sus únicos amigos, una familia de pequeños ratones con los que compartía la comida; ellos habían aprendido a no tenerla miedo, ella les daba de comer y recibía su compañía. Sin embargo, ese día no acudieron a su cita con el desayuno.
Ana lloró su ausencia, y se preguntó que era distinto. Inspiró profundamente el aire que entraba por la ventana y lo percibió diferente, le recordó a Guille, su ropa olía siempre a las hierbas aromáticas que su madre ponía entre las sabanas antes de guardarlas.
Me estoy volviendo loca, se dijo. Hasta me parece oír el sonido de su flauta.
Los ratones salieron de su madriguera, un pequeño agujero en la pared, y levantando su diminuto cuerpo olisquearon el aire moviendo sus bigotes. Ellos también lo huelen, no estoy loca. Pegó su cara a la ventana buscando su esperanza y… No sabía si era su imaginación pero escuchó la música de una flauta.
– ¡¡¡Guille….!!! – gritó con todas sus fuerzas. Resonó su voz entre la montaña devolviéndole el eco de su voz.
La música se apagó. Había sido su imaginación, pero el aire seguía oliendo a hierbas. ¿Que estaba ocurriendo?
Sintió golpes en el exterior y gritos, insultos, golpes, sonido de metales chocando con furia y rabia contenidas durante mucho tiempo… Y por fin silencio, pasos que se acercaban, pasos con un sonido diferente. Sintió derramarse sus lagrimas, que creía ya secas, por su rostro todavía de niña.
Sonó una flauta y la puerta se abrió. A contraluz se perfiló la silueta de Guille, ese niño, su amigo; era el Gran Guillermo y le había traido la luz, el aroma a hierbas y la música.
Sus piernas no pudieron soportar su peso y cayo de rodillas, unas manos fuertes pero cariñosas le ayudaron a levantarse y unos brazos le rodearon su cuerpo en un abrazo.
A sus oidos llegaron palabras que le calentaron el corazón.
–Perdóname, Ana, por no haber venido antes. Nadie cree en el hijo de un criado.
Ana, hundió su cara humedecida por las lagrimas en el pecho fuerte de Guillermo y se dejó embargar por la felicidad del reencuentro con su amigo. Tenía que ser él, nunca había perdido la esperanza.
–Gracias, tu recuerdo me ha dado la esperanza que me quitaba la oscuridad de esta celda.
Guillermo le acompañó al exterior, la luz dañó los ojos de Ana, pero nunca un dolor fue tan agradable; le ayudó a subir a su caballo para que volviese a ser la Princesa Ana y que dejase de soñar con una vida que le pertenecía.
El camino de vuelta era largo, pero también era larga la historia de Guillermo; le contó su enorme tristeza al descubrir su secuestro, la impotencia sentida por tener tan solo una flauta.
Como a medida que pasaba el tiempo y su cuerpo crecía, tambien se acumulaba su rabia con cada mechon del cabello de su amiga que llegaba al palacio; sus intentos vanos de convencer a su padre el Rey de que él sabia donde estaba su hija, que podia guiar un ejercito, su impotencia por ser tan solo el hijo de un criado. Y sus esfuerzos día a día de convertirse en el Gran Guillermo para ir a rescatarla. Del miedo de su padre el Rey de enviar un ejercito, prefería seguir pagando la esperanza de recuperar a su hija que perderla en un intento de rescate.
Ana lloraba de felicidad, era libre y sentia poco a poco como volvia a ser aquella niña que corria por los pasillos del palacio jugando a luchar. Se daba cuenta que durante todo el tiempo que habia estado encerrada no habia dejado de luchar, contra la soledad, contra la locura, contra el desaliento; luchando codo con codo con su amigo en la distancia y en el tiempo. Pero ya estaban juntos de nuevo, el niño ya era un joven fuerte y ella se miró en las aguas de un arroyo y el reflejo le devolvió la imagen de una niña que había dejado de serlo en la oscuridad de una celda.
Guillermo le cogio de la mano y se miraron a los ojos, en ese momento ambos supieron que ya nada les separaría, que el Gran Guillermo y la Princesa Ana cabalgarian siempre juntos el resto de su vida.
No son los caminos que emprendemos, es lo que llevamos en el interior lo que hace que nos convirtamos en lo que somos.