La Guardia Blanca
La joven se ató el largo cabello castaño claro en una coleta y observó su menudo cuerpo envuelto en la ropa de entrenamiento, una camiseta de tirantes blanca y pantalones ajustados hasta la rodilla.
En ese momento, un joven entró en el baño y silbó, observando descaradamente su trasero. Bonnie suspiró y puso los ojos en blanco, tratando de ignorarle; tendría que aguantar muchas cosas como esa a partir de aquél momento.
Ese día comenzaba su entrenamiento como miembro de la Guardia Blanca, institución reservada exclusivamente a los hombres de clase alta que quisieran luchar contra los abanderados.
Bonnie era la primera mujer que conseguía entrar en las fuerzas armadas de su país. Cuando accedieron a realizarle las pruebas, supuso que sería por lástima. La chica había perdido a sus padres cuando era niña, y su hermano Ignatius, capitán del ejército aéreo de la Guardia, acababa de ser asesinado por los abanderados, así que necesitaría entretenimiento.
Sin embargo, cuando leyeron su ficha y consultaron su expediente académico, la impresión que sus superiores tenían de ella había cambiado. Había entrado en la universidad con apenas doce años, y durante los cuatro años que duró su formación siempre había sido la mejor de su curso. Ahora, con dieciséis años, sabía más de estrategia militar y de los distintos artefactos de guerra que la mayoría de los estudiantes de último año de la Guardia Blanca.
Había pasado el examen de acceso, así como las pruebas física y mental, con una nota sobresaliente.
Y lo más importante era que su odio hacia los abanderados era más intenso que el de ninguna otra persona.
Era el miembro perfecto para la Guardia.
Todos la miraron cuando bajó a desayunar al comedor, algunos más discretamente que otros. El rumor de que una mujer había conseguido ingresar en la Guardia se había extendido como la pólvora.
Estaba claro que esperaban grandes cosas de ella; no en vano era la niña prodigio y la hermana de Ignatius, que había sido una de los oficiales de más alto rango.
Desde que era pequeña había oído hablar de la Guardia Blanca; su hermano había soñado con entrar desde que era niño, y más de una vez ella había dicho que quería seguir sus pasos. Aún recordaba la voz de su madre, muerta hacía mucho tiempo en un accidente, diciendo que aquella no era una ocupación digna de señoritas.
Pero ahora su madre no estaba. Y su hermano tampoco estaba allí para cuidarla ni protegerla de todos aquellos ojos que la estaban mirando.
Le pareció ver los ojos castaños ligeramente ambarinos de su hermano observándole desde la mesa de los jefes de los ejércitos de todos los ejércitos: el terrestre, el aéreo y el marítimo.
Sin embargo, el que la observaba era el capitán Peverell, el que había sucedido a Ignatius en su puesto de capitán de las fuerzas aéreas. Aunque aún no sabía la disciplina que elegiría en su tercer año, la idea de estar bajo el mando de Peverell en las escuadras aéreas la incomodaba.
A pesar de que su hermano la había hablado muy bien de él, ella no compartía esa opinión.
Después de desayunar sola en un rincón no pasó por el cuarto que compartía con los otros cadetes de primer año, sino que se dirigió directamente al aula de Historia de la Guerra. No le apetecía ser el blanco de las preguntas de sus compañeros, como la noche anterior.
Se sentó en un banco frente a la puerta del aula y esperó. Su preparación consistía en eso: clases por la mañana, entrenamiento físico por la tarde. Dudaba que fuese a aprender algo nuevo, por lo menos en su primer año, ya que había procurado aprender todo lo posible. Sin embargo, aquello era necesario. Por Ignatius.