LA MAQUETA
Lo ingresamos en Prados Soleados, fue una dura decisión pero allí estaría bien atendido.
Al fin y al cabo era mi padre, una persona de carácter agrio, pero le quería a pesar de que pasara muy poco tiempo conmigo durante mi infancia y parte de mi juventud.
Después de dos meses todavía no había podido vender la casa donde viví casi toda mi vida, maldita crisis.
La guarida de papá era una especie de almacén de viejos libros polvorientos, fotos descoloridas y sobre todo maquetas. Esas pequeñas obras de arte llenaban gran parte de la estancia. Las había de todos los tamaños, lo mismo te encontrabas automóviles, barcos y tanques como una representación a escala de los rostros presidenciales esculpidos en el Monte Rushmore.
Los muebles del resto de la casa permanecían ocultos bajo fantasmales sábanas para preservarlos del inevitable polvo, y eso me provocaba tristeza porque cualquier día desaparecerían y con ellos una parte de mi pasado.
Una tarde de la primavera de 2013 mi mundo empezó a resquebrajarse porque en vez de abandonar la casa, decidí echar una última ojeada al trastero de mi padre. Subí hasta la segunda planta y desde el rellano desplegué la vieja escalera plegable que daba acceso a la buhardilla.
Una mezcla de olor a humedad y excrementos de a saber que roedor merodeaba por allí, me golpeó de lleno en cuanto empecé a subir. La estancia era más pequeña que la guarida de papá y más desordenada. Cajas mohosas, pilas de periódicos y revistas antiguas, muebles deteriorados, incluso adornos navideños o de Halloween invadían toda la buhardilla.
Al intentar moverme por ese mar de recuerdos tropecé sin querer con una caja que volcó de lado, y un pequeño coche de juguete empezó a rodar hasta chocar con unas sucias botas de montaña.
– Ven aquí pequeño- me agaché para devolver el coche a su caja y al abrirla comprobé que se trataba de otra de las maquetas de papá. Era como un parque, o eso me pareció en un principio, con zonas de musgo verde, carreteras pintadas de gris y algún edificio de carton.
Habían incluso, desperdigadas por toda la maqueta, pequeñas figuras casi todas despegadas de su sitio. Fué entonces cuando decidí llevármela a casa para darle una sorpresa a Johnny.
– ¡¡ Un coche y muñecos , gracias papá!!- exclamó mientras me daba un cariñoso abrazo. Johnny siempre era muy agradecido, sobre todo cuando Mary o yo llegábamos con algún obsequio, quien no ha sido así a los siete años.
Esa tarde no se despegaba del coche, lo llevaba a todas partes. Mientras estaba sentado en mi sillón favorito leyendo el periódico, Johnny empezó a utilizar mis piernas como carreteras y entonces me fijé en el pequeño descapotable negro. Algo me resultaba familiar, pero no supe el qué y mi cerebro lo enterró en algún lugar no muy profundo.
El día siguiente amaneció lluvioso y desapacible, pero yo disfrutaba con esos días. Me gustaba escribir cuando la lluvia golpeaba las persianas, ese sonido me resultaba relajante.
Sin embargo algo me daba vueltas en la cabeza como una anguila en una pecera. A eso de las diez y media fui a la cocina a prepararme un café. Mary se encargó de llevar a Johnny al colegio y como todas las mañanas se fue a trabajar a Dona´s, la peluquería de su amiga Carol.
Mientras disfrutaba de un reconfortante café caliente eché un vistazo a la selección de noticias que el buscador de mi ordenador me ofrecía todos los días y en vez de interesarme por los resultados deportivos, mis ojos se pararon en una noticia.
Este año se cumplían cincuenta del asesinato de John Kennedy y se iban a celebrar actos por todo el país para recordar a uno de nuestros más queridos presidentes. Aunque no era el texto lo que me llamó la atención sino la más que vista imagen de JFK junto a su esposa sentados en un automóvil minutos antes del magnicidio.
Aunque no aparecía entero enseguida me di cuenta que se trataba del coche que encontré en casa de papá. Entré en el cuarto de Johnny a por la miniatura y de regreso al ordenador tecleé en la sección de imágenes del buscador: “coche Kennedy asesinato”.
Sólo tuve que pinchar en la primera foto y poner la réplica que llevaba en la mano delante de la pantalla. Ahí estaba el Lincoln Continental del 61 en sus dos versiones, virtual y “mini” real.
Volví al cuarto de mi hijo a por las figuras y después al cuarto de los trastos a por la caja de la maqueta. Lo llevé todo a mi pequeño despacho y saqué con cuidado la vieja obra de mi padre.
En una plancha de madera de cien por sesenta, aparecía la tristemente famosa Plaza Dealey de Dallas. Las calles de Elm, Main y Houston, árboles, la pérgola blanca, el almacén de libros, el montículo de hierba…
Decidí poner las figuras en su sitio, no era una tarea complicada ya que el pegamento al secarse había dejado una especie de molde en el que las figuras encajaban perfectamente.
Básicamente se trataba de parte del público que presenciaba el recorrido del presidente ese día, incluido Abraham Zapruder, el observador situado junto a la pérgola, que con su cámara de video inmortalizó el fatídico momento. Sólo faltaban figuras en el coche, no sé si perdidas o no incluidas por mi padre por respeto. Me equivocaría con ésta última opción.
Una vez colocadas todas en su sitio me propuse restaurar algunas zonas que estaban deterioradas, sobre todo algunos huecos que faltaban del musgo que hacía las veces de césped. Al revisar cada palmo de la maqueta descubrí dos detalles que me resultaron desconcertantes; uno de esos moldes de pegamento detrás de la valla del montículo de hierba, un tipo de cola distinto al usado en las otras figuras.
Y una fecha: Agosto 1962, escrito a lápiz sobre la madera en uno de esas zonas que la falta de césped había dejado al descubierto. Musgo encolado también con el mismo adhesivo del molde misterioso de la valla.
El sábado siguiente pasé toda la tarde con mi padre. Lo encontré más animado de costumbre, al parecer habían servido pollo estilo Kentucky, uno de sus platos favoritos.
– Papá creo que ya tenemos un posible comprador- le comenté mientras paseábamos por el jardín de la residencia.
– Haz lo que tengas que hacer, sólo te pido que no me cuentes nada- su semblante se volvió triste y decidí cambiar de tema. – Sabes, me llevé a casa una de tus maquetas…Plaza Dealey- por un segundo vi un destello del hombre duro que fue en otros tiempos, luego su cara volvió a su estado melancólico.
– Creo que falta alguna figura pero sigue estando en perfectas condiciones, por cierto ¿Cuándo la hiciste?- Pero no me contestó, su cabeza estaba muy lejos de allí y decidí no insistir. Le acompañé a su habitación y regresé a casa.
La llamada que nos despertó a la una de la madrugada no presagiaba nada bueno y pensé enseguida en mi padre. No me equivocaba, el empleado del asilo requería nuestra presencia, mi padre había abandonado este mundo hacía cinco minutos.
El médico de Prados Soleados me comunicó que fué un infarto, no fulminante aunque poco pudieron hacer para restablecer su corazón ya dañado con los años. Una vez que resolvimos todo el papeleo y cuando nos disponíamos a regresar a casa un enfermero se me acercó – el almacén de libros- me quedé perplejo con sus palabras hasta que me aclaró que fueron las últimas palabras que pronunció mi querido padre.
No sé si fue un bonito funeral, mi cuerpo estaba presente, mi cabeza y mi alma vete a saber dónde estaban. El dolor me desgarraba por dentro y cuando todo acabó me metí en mi despacho con las lágrimas anegando mis ojos.
Entonces un rayo iluminó mis neuronas ¡¡ El almacén de libros!!. Me acerqué a la maqueta y miré detenidamente el edificio. No faltaba detalle, hasta se veía un pequeño y siniestro rifle asomando desde una de las ventanas del sexto piso. Casi pego la nariz a la ventana para admirar la pequeña arma y entonces vi que había algo dentro del edificio, parecía un sobre del tamaño de un folio y la única forma de sacarlo era despegando el edificio de la base de madera.
Al abrirlo me encontré unas hojas que supongo hace años habían sido blancas, pero que ahora presentaban un aspecto amarillento y avejentado. Era la letra de mi padre y empecé a leer:
“ Quiero confesar que maté por amor. Yo, Roy Greer, agente del servicio secreto de los EEUU, hice algo horrible de lo que me arrepiento todos los días. En febrero de 1961 me trasladaron a la seguridad del presidente Kennedy, el equipo lo formábamos ocho personas, aunque en realidad eran muchos más, nuestro equipo acompañaba a JFK a cualquier sitio.
Uno de esos lugares era la mansión de Peter Lawford, el actor amigo de Sinatra, allí el presidente tenía sus “reuniones” privadas con sus amantes, en especial con Marilyn Monroe.
Un día tuvimos que llevarlo a una dirección de Los Angeles, al llegar comprobamos que se trataba del hogar de la actriz. Las visitas allí se repitieron a lo largo del 61, en los periodos en que Marilyn no rodaba, claro está. Sin embargo empezó a crecer en mi un sentimiento oscuro hacia el presidente por el trato que daba a la guapa actriz.
Después de una de sus broncas habituales y después de terminar mi turno, decidí volver para ver cómo se encontraba. La encontré llorando y aturdida pero enseguida confió en mi, creciendo una gran complicidad entre nosotros. Si regresaba de permiso a casa sólo pensaba en volver al trabajo para verla.
Ese año la vi días antes de navidad y luego ya fue en la gala del 62 en la que cantó el célebre “happy birthday mr president”. Y el cinco de agosto la oscuridad. La ira me invadió y un único culpable de la muerte de Marilyn rondaba por mi mente: el presidente Kennedy.
Juro que fui totalmente ajeno a cualquier tipo de conspiración contra el presidente, pero cuando me enteré dos meses antes de la visita y recorrido del presidente por las calles de Dallas empecé una nueva maqueta. Supongo que tenía que ver gráficamente todas las opciones y esa era la mejor opción.
Me las arreglé para situarme la mañana del 22 de noviembre del 63 en el montículo de hierba, detrás de la valla, desde dónde tenía un blanco claro al pasar el presidente. Tenía un motivo para estar allí al ser uno de los encargados de la seguridad presidencial. Años más tarde, completé la maqueta con nuevos detalles que no podía saber en esos momentos.
Fue muy sencillo, esperé a que pasara el presidente, apunté y disparé. En mis pesadillas es peor, veo cómo le reviento el cráneo al que se supone debía proteger, mientras una Marilyn medio putrefacta me susurra al oído “se lo tenía merecido Roy”.
Ahora después de echarlo todo fuera me siento mejor y pido a Dios que me perdone por haber pecado, amo a mi mujer y a mi Michael, pero también la amé a ella.”
Me quedé como perdido durante cinco minutos, cuando por fin reaccioné y me disponía a meter las hojas en el sobre vi que había algo más dentro, volqué el sobre y cayeron dos fotos.
En una de ellas se veía al presidente Kennedy en una bañera junto a Marilyn Monroe, por detrás podía leerse “Propiedad del FBI”. La otra mostraba a la sonriente actriz junto a un joven y apuesto Roy Greer, y estaba dedicada “con todo mi cariño para Roy, gracias por estar siempre ahí”.
Fuera empezó a llover, y en mi corazón llovería para siempre.