Los tigres de la India no tienen alas
Los tigres de la India no tienen alas
La luz comenzó a filtrarse a través de las hojas en la mata de almendras. La frialdad de la mañana empedró todas las plumas que habían caído al suelo, conformando un manto blanco al centro del patio.
Wendy despertó pero mantuvo los ojos cerrados, intentó retomar el sueño, ordenar las imágenes. Al rato recordó el tigre que se paseaba por la arena, un tigre perfecto, con perfectas rayas rojas y una mirada tan triste, solo comparada con la de su madre, siempre que oye el aletear y las tropas forman junto a la verja del jardín, con sus cascos, sus fusiles y sus altoparlantes:
Deben abandonar el inmueble. Serán trasladados a un cómodo apartamento de la zona sur, de moderna construcción y con vista al mar.
Wendy salió de la cama, se acomodó frente al espejo y comenzó a peinarse. Su madre entró a la habitación, le dijo que se vistiera enseguida, ya estaba listo el desayuno.
-¿Cuándo voy a regresar a la escuela?- preguntó la niña- hace un mes que no salimos de casa.
-Te lo he explicado un montón de veces- respondió la madre- no te demores, la leche se enfría.
La niña tuvo deseos de llorar, pero se mantuvo fuerte, no quería mostrar debilidad frente a su madre, debía ser tan valiente como un tigre de la India.
En la casa, a pesar de que había amanecido por completo, no abrieron las ventanas ni corrieron las cortinas. Encendieron los candelabros como si aún fuera de noche y colocándolos sobre la mesa, abrieron la última lata de carne en conserva.
-Se nos acaban las provisiones- dijo el padre- hoy tendré que salir.
-Si continúas saliendo cada semana terminarás como ellos: con un par de alas en la espalda y un montón de ideas locas en la cabeza.
Dejaron de hablar en cuanto la Wendy bajó las escaleras. Le untaron mantequilla a las rodajas de pan y la niña dijo que le encantaría vivir en un apartamento con vista al mar, ver desde la ventana como se pasean los tigres por la arena.
-Las niñas como tú no piensan en esas cosas- dijo su madre- no pueden soñar con esas cosas.
Casi al mediodía las tropas abandonaron sus puestos frente a la verja del jardín para regresar al día siguiente. El Primer Ministro había dado órdenes precisas de no forzar a nadie.
Ya saldrán de sus mansiones, dijo como frase concluyente en uno de sus primeros discursos, deberán entender que solo queremos lo mejor para ellos, que en esta nueva sociedad todos somos iguales, y después de recibir los aplausos, desplegó sus alas negras y bajó de la tribuna.
Al marcharse el último soldado la madre salió al patio, barrió las plumas, las echó en un latón y les prendió fuego.
El padre disfrutó de la escena desde la puerta de la cocina, como quien ve la ejecución de un asesino en serie. Luego se untaron pomadas en la espalda, contrarrestaron la presión de algunas plumas que intentaban salir y cada cual fue a la suyo.
El padre armó un plan para echar abajo la mata de almendras, sembrar algunas hortalizas en el patio y construir un pequeño corral de puercos. Si lograba sus propósitos no tendría que salir a la calle, estaría fuera de peligro.
Las ideas suelen ser más contagiosas que la gripe, se entremezclan con el aliento de la gente en los mercados y poseen tal intensidad, que pueden atacar directo al cerebro, si uno no tiene las defensas bien fuertes, si uno no cierra bien los puños.
Para fortalecer las defensas el padre comía zanahorias, pero ya se le habían agotado.
La madre registró exhaustivamente la alacena buscando algo qué hacer para el almuerzo, luego le pasó un paño a la vajilla de porcelana, ordenó los cubiertos de plata y sacudió los cuadros de la familia, aquellos retratos enormes que colgaban en el pasillo y que cuidaba con tanto esmero.
“De aquí no me pudo ir” pensó “este es mi linaje, mi responsabilidad”.
La niña se fue a su cuarto con un libro de Cortázar que había tomado, en señal de protesta, de la sagrada biblioteca de su padre; pero en vez de arrancarle las hojas, comenzó a leer un cuento sobre un tigre que recorría las habitaciones de una casa enorme.
Con la caída de la tarde la familia se reunió en la sala y encendieron el radio de pilas. Desde que decidieron permanecer en la mansión las noches se habían vuelto aburridas, el gobierno les cortó la electricidad y no podían ver la televisión. Entre suspiros y lamentos atragantados pasaban cada noche de la vigilia a la duermevela. Luego de persistir con varias emisoras donde solo anunciaban medidas y dictaban órdenes, el padre apagó la radio y contó cómo había echado abajo la mata de almendras y los metros que sembró de lechuga, col y zanahoria.
-Son productos que no tardan- dijo- si la tierra es agradecida dentro de poco tendremos muchas verduras. Mañana comenzaré a construir un pequeño corral. Lo difícil es encontrar los puercos, pero algo se me debe ocurrir.
La madre, atragantada con un lamento, tosió fuerte y dijo que no se preocuparan, dentro de poco la dictadura se vendría abajo, la gente perdería las alas y todo regresaría a la normalidad.
-Entonces podré ir a la escuela- dijo Wendy.
“Caminaré hasta la playa” pensó “para ver cómo se pasean los tigres por la arena”. Sacó su cuaderno y dibujó un tigre con perfectas rayas rojas y con un par de alas blancas. Pero luego arrancó la hoja y la estrujó:
“Los tigres de la India no tienen alas, no pueden tener alas”.
Esa noche hubo tormenta. El patio despertó cubierto de plumas empedradas. Las semillas habían muerto. Al padre no le quedó otro remedio que abandonar su idea de la siembra, prepararse para salir a la calle, comprar provisiones y de ser posible, algún mazo de zanahorias.
Esperaron con paciencia la llegada del mediodía. Cuando ya no quedaban soldados frente a la verja del jardín el padre se caló una gorra, se puso los espejuelos oscuros y salió por la puerta del fondo.
La madre caminó hasta el cuarto y arrodillada le rezó a la imagen del Cristo Crucificado, mientras la niña, desde la puerta de la cocina, disfrutaba el crepitar de las últimas plumas en la hoguera.
El padre regresó tarde con algunas viandas y un puerco pequeño que se pasó toda la noche chillando.
-No pude conseguir las zanahorias. Los vendedores son desconfiados.
-No te preocupes- respondió la madre- ya estás aquí, sano y salvo, eso es lo importante- y no sospechó nada hasta la hora de dormir.
El hombre se desvistió, de sus hombros salieron varias plumas afiladas que agujerearon las sábanas y el colchón.
Esa fue otra noche de lamentos.
En la mañana el padre les dio un beso a su mujer y a su hija. Salió al patio, desplegó las alas y cruzó volando la verja del jardín.
Los soldados creyeron por un momento que habían terminado tan dura tarea, pero solo fue eso, un minuto de tregua. Dijeron por los altavoces:
-Los residentes que aún permanecen dentro deben abandonar el inmueble- y recibieron la misma respuesta de siempre:
-¡De aquí no me voy, esta casa es mía! ¡MI CASA!
Para calmar el dolor, la madre le dijo a Wendy que su padre regresaría pronto:
-El día que te levantes y no veas plumas en el patio, ese día papá regresará. Mientras tanto debes cuidar del puerco, ayudarme a mantener los libreros limpios y sobre todo dejar de soñar cosas extrañas. A una niña de tu edad eso le puede hacer mucho daño.
Pero Wendy no lo podía evitar, cada noche soñaba con el tigre que se pasea por la arena y su padre que sobrevuela el mar vestido de soldado. En el sueño ella lo llama, pero él no la puede oír, no la puede ver, lleva tapones en los oídos y los ojos vendados.
La niña siguió todas las indicaciones, cada mañana sacudía el librero, leía relatos de Cortázar y aunque no los entendiera trataba de contárselos al puerco. Le decía que los tigres parecen fieros pero que en realidad son mansos, se portan bien, toman leche en cubos grandes y cuando termine la dictadura ella lo va a llevar hasta la playa, para que vea como se pasean por la arena.
La madre temía haberse contagiado. Dejó de abrazar a la niña y le hablaba de lejos, para que no se fuera a enfermar.
A Wendy le dio tristeza no poder abrazar a su madre y lloró escondida en su cuarto. Esa vez no pudo ser valiente, no pudo ser valiente como un tigre de la India.
Sin zanahorias y sin pomada, las plumas comenzaron a salir. Un día la madre despertó temprano, desplegó sus alas y atravesó la calle. Estaba a punto de amanecer, quiso volar alto, tan alto que fue detenida por las autoridades y recluida, preventivamente, en una celda municipal.
Wendy salió de la cama, se peinó frente al espejo, encontró el desayuno sobre la mesa y recorrió cada habitación buscando a su madre.
Esa mañana los soldados no se habían apostado frente a la verja.
La niña corrió las cortinas, abrió las ventanas, le puso un cordel en el cuello al puerco y salió a la calle.
Todos volaban en línea recta hacia la plaza. Algunos se detenían sobre los postes de la electricidad y gritaban consignas que eran repetidas a coro por los demás.
Wendy se desvió por la avenida, caminó hasta la playa, le dijo al puerco:
-Esperemos un poco, dentro de un rato aparecerán los tigres- y se sacudió con fuerza los hombros, sus plumas comenzaban a brotar.