PODRÍA PASARTE A TI

PODRÍA PASARTE A TI

A  través de un aparato de radio se oyen las noticias de actualidad. Están informando sobre un asalto realizado por la policía a un piso franco ocupado por presuntos terroristas. El día anterior hubo un atentado con explosivos donde murieron decenas de personas. Por la información que ha obtenido el Servicio de Inteligencia del país, los perpetradores del atentado se encontraban atrincherados en dicho piso franco y estaban fuertemente armados. Así que la policía se ha visto obligada a emplear toda la fuerza necesaria para proceder a la detención. Como resultado del asalto, los seis presuntos terroristas han terminado muertos y dos policías han sido heridos, uno de ellos de gravedad.

Mientras escucha la retransmisión, una pareja comparte el salón de su hogar, cada uno informándose a través de sus propios canales.

Él está sentado en un lado del sofá, con un ordenador portátil sobre sus piernas y con multitud de páginas de Internet abiertas. Ella está en el extremo opuesto, con las piernas dobladas y sentada sobre sus pies, con el periódico del día doblado varias veces para que sea más fácil de manipular. Él ojea rápidamente una pestaña del explorador, la cierra y, acto seguido, abre otra, como si le faltase tiempo. Por el contrario, a ella parece como si le sobrase, ya que lee cada artículo lentamente, como si saborease cada palabra.

Mientras tanto, en la radio suenan anuncios musicales. En este instante se escucha uno de una empresa de trabajo temporal.

-Habría que colgarlos a todos – comenta ella sin quitar la mirada del periódico plegado.

-¡Ya estamos! – protesta él.

-¿Ya estamos, qué? No podemos permitir que esta banda de
asesinos nos tengan aterrorizados toda la vida.

-Ya sabes quién es el que sale más beneficiado del miedo del pueblo, y no es un pequeño grupo terrorista, sino el mayor de todos los grupos terroristas: el Estado.

 

-¡Ya estamos con tus teorías de la conspiración!

-Hombre, es que es de cajón – exhala él abriendo los ojos de par en par mientras cierra una pestaña en la pantalla y abre otra gracias a un golpe seco en el botón correspondiente.

-Si todo es conspiración, como tú dices, lo que tú afirmas también lo es. Así que yo tendría que preguntarme, ¿qué intención tienes tú al decirme a mí que el Estado es el mayor de los terroristas? – pregunta ella, mostrando una mirada que denota suspicacia.

-Puedes darle la vuelta todo lo que quieras, pero los hechos son los hechos. Todo criminólogo sabe que lo primero que hay que mirar en un crimen es quién ha salido beneficiado.

-Excepto los crímenes pasionales, como bien sabes.

-Y como tú bien sabes – increpa él entonando un evidente sarcasmo -, estos actos terroristas son más que premeditados: hay un tiempo de reflexión entre acción y reacción.

-¡Es igual! No me vas a convencer. El Estado no tienen ningún interés en matar a sus propios ciudadanos. ¡Es como el padre que mata aposta a sus propios hijos!

-Sí, claro. Igualito. Mira, estoy leyendo que hay pruebas, de las que no se está diciendo nada en los periódicos, como ése que tú lees – dice él en tono despectivo -, de que las pistas que han conducido a la policía al supuesto piso franco son absurdas e incoherentes. Por ejemplo: una furgoneta con pasaportes dentro, una carta de amenaza de atentado encontrada en una papelera… En fin, una serie de cosas que no parecen tener mucha lógica y, sin embargo, son las pistas que les han llevado hasta los culpables. ¡Y qué casualidad! No ha sobrevivido ninguno de los “terroristas” – expone mientras hace el gesto de las comillas con los dedos -, así que, como siempre, caso cerrado; la verdad es la verdad oficial y listo.

-¿Y qué?

-También dicen por aquí – añade él señalando otro artículo en una de las pestañas que tiene abiertas en la pantalla de su portátil – que la metodología de la operación coincide casi al milímetro con otras anteriores, que han sido más que probadas pero también archivadas por el Estado, que fueron perpetradas por los servicios de inteligencia… ¡Está clarísimo! Es el clásico ataque de bandera falsa, ni más ni menos.

-¡Chorradas! No hay quién se crea eso… ¿A quién vas a creer? ¿A un conspiranoico profesional o los jueces e investigadores, que sí que son verdaderos profesionales?

-Tú puedes creer lo que quieras – sentencia él -, que yo haré lo mismo.

-Como te he dicho miles de veces, tienes demasiado tiempo libre.

-No vayamos por ahí.

-Lo siento, pero es verdad.

-¿¡Ya vas a echarme en cara que me mantienes y toda esa mierda!? Ya sé que tú pagas el alquiler, ya sé que tú pagas la comida, ya sé que tú lo pagas todo y que yo no tengo un duro. ¡Joder! ¡Siento no tener trabajo!

-No te enfades – dice ella en tono apaciguador -. Ya sabes que no lo digo por eso. Yo solo digo que deberías hacer algo más de provecho, y no estar todo el día…

-Dejémoslo estar – interrumpe él, respirando profundamente en un esfuerzo por calmarse.

-Pero…

-¡Dejémoslo estar! – exclama él, dejándola a ella muda y con los ojos como platos. Tras el impactante grito, aparentemente recupera la calma -. Por favor, dejémoslo estar.

Tras esta disputa, él cierra el portátil y muestra intención de levantarse. Antes de hacerlo, comenta que va a preparar café. Como respuesta obtiene unos murmullos incomprensibles, pero al final ella asiente sin dejar de fruncir el ceño, como aceptando la oferta a regañadientes. Este gesto hace que le cueste más trabajo estar calmado. Llega a la cocina y, mientras prepara la cafetera, su enfado aumenta. Comienza a farfullar mientras abre un armario y saca el recipiente donde guardan el café. Se trata de una lata de forma cilíndrica, con una tapa que cierra a rosca. Debido al enfado no cae en la cuenta del sistema de cierre y trata de abrirlo como si la tapa cerrase a presión. Como no consigue abrirlo, la ira se ceba con él, haciéndole tirar el recipiente justo en el momento en el que la tapa cede. El café queda esparcido por toda la cocina.

-¡Me cago en la hos…!

-¿Qué ha pasado ahora? – vocea ella desde el sofá en
tono de hartazgo.

-Se me ha caído el café – gruñe él.

-¡¿Qué?!

-¡Que se me ha caído el café! – insiste él, a grito pelado.

-¿El café? ¿¡Se te ha caído el café que nos regaló mi madre!? ¡Ése tan caro!

-Sí, perdóname. Ha sido un accidente.

-Ya, seguro. ¿Y no será que lo has tirado?

-¡Pero qué dices!

-Nunca te gustó ese café, confiésalo – acusa ella mientras se acerca a la cocina. Al llegar, prosigue -. Y ahora tienes la excusa perfecta para empezar el otro.

-¿¡Qué!? Así que para lo que a ti te interesa, sí que hay conspiraciones, ¿verdad?

-Por favor, no volvamos a lo de antes.

-Sí, tienes razón – sentencia él, muy ofendido -. Será lo mejor. Dejémoslo estar.

Después de pronunciar estas palabras, él coge la puerta y se marcha del piso. Tal y como suele hacer cuando las discusiones llegan a una tensión tan flagrante, se va a dar un paseo para pensar a solas y tranquilizarse. También lo hace por ella, para que no tenga que soportar sus frustraciones. Es consciente de que llevar ya más de tres años sin trabajo le está pasando factura psicológicamente. Evidentemente, la persona con la que convive es la que se lleva la peor parte. Y, por lo que le parece percibir a él, ya apenas queda algo de aquel chico del que ella se enamoró.

Dos horas después vuelve al piso y se lo encuentra vacío. Se siente confuso, ya que lo habitual en estos casos es que ella espere a que él regrese de su paseo y después hablan de la discusión de una forma más sosegada. Pero esta vez no ha sido así. Por lo que se pregunta si este último conflicto ha sido el que ha terminado de romper la cuerda que tanto tiempo llevaba tensando. Al toparse con esta realidad de frente, siente odio. Pero, en esta ocasión, todos los insultos que vocea su cabeza van dirigidos hacia su persona.

Tras golpear un par de muebles y recrearse en la rabia que dirige hacia la persona en la que se ha convertido, da con un sobre abierto. Está a plena vista, encima de la mesa de centro del salón. No recuerda haberlo visto antes, así que le echa un vistazo casi sin pensar, creyendo que se trata de un recibo o algo similar. Se sienta en el sofá y saca del sobre una sola página. Al leerla, por un momento cree que el corazón se le va a salir del pecho. Se trata de una oferta laboral para estar varios años trabajando fuera del país. Sabe perfectamente que no es una carta para él. Le parece recordar, de forma lejana y difusa, que ella le comentó algo de esto hace tiempo. Pero le suena que lo mostró como una posibilidad remota, casi rozando lo ilusorio. Sin embargo, ahí estaba: una oferta en toda regla sobre la mesa. Y allí la deja mientras deja caer su cabeza sobre sus manos, pensando en qué haría él si ella aceptase ese trabajo.

Cae la noche y él sigue en la misma posición: sentado en el sofá con la cabeza entre las manos, desesperado. Se escuchan las llaves introduciéndose en la puerta de entrada. Suena un chasquido y después el leve chirriar de las bisagras.

-Hola – saluda ella desde la entrada. Después se queda en el umbral de la puerta de acceso al salón, guardando las distancias. Se cruza de brazos y prosigue -. ¿Hace mucho que has llegado?

-Hace un rato – contesta él tras carraspear un poco para recuperar la voz perdida.

-¿Qué tal ha ido tu paseo?

-Bien, bien.

-¡Ah! ¿Ya has visto la carta?

-S… s… ¡Ejem! Sí, sí.

-¿Y qué opinas?

-No sé qué haría yo sin ti.

-¿Qué? – pregunta ella frunciendo el ceño, confundida.

-Mírame. Soy una mierda. Desde que estoy sin trabajo, soy cada vez más gilipollas. Y siempre lo pago contigo, que eres la que menos culpa tiene. Tú eres una santa y yo una mierda.

-No digas eso… – dice ella compasivamente mientras se acerca para consolarle.

-Pero por favor, no te vayas. Te lo suplico. No soy nada sin ti. Por favor, perdóname. Te quiero mucho…

Antes de terminar de pronunciar la última palabra, él rompe a llorar desconsoladamente. Ella le recibe entre sus brazos. Le calma diciéndole que ella no se va a separar de su lado, le susurra que le ama y le asegura que él estará bien siempre que esté junto a ella. Afirma que todo irá bien y que no se preocupe por nada. Entre abrazos, empiezan a besarse y terminan en la cama. Él se tumba y se deja hacer. Ella se pone encima y lo hace todo, toma el control.

Al terminar, él se duerme enseguida, complacido y agradecido. Por su parte, ella se levanta y va hasta el salón. Coge la carta y la observa. Una sonrisa repleta de astucia se dibuja en su rostro. Devuelve la hoja al interior del sobre y coge un libro de una estantería. Lo abre y guarda dentro el sobre. Cierra el tomo y besa la portada en muestra de agradecimiento. Devuelve el libro a su lugar y vuelve a la cama con gran satisfacción.




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