¿Qué hacemos con el cementerio?

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¿Qué hacemos con el cementerio?

¿Qué hacemos con el cementerio?

En algún rincón, de este extenso país existió un pueblo que se llamó Río Torcido. En realidad, fue fundado con el nombre de General Jacinto L´ameterre en el año 1851. El nombre fue en honor a un general, supuestamente clave en el establecimiento del primer fuerte de la zona, emplazado justamente donde luego sería la plaza del pueblo. Una especie de revisionismo histórico hizo su trabajo después, por lo cual en 1912 se le cambió el nombre a Río torcido. Se ignora cuál fue el método para elegir semejante nombre. La cuestión es que el General Jacinto había resultado ser un corrupto, que negociaba con el enemigo y aprovechaba su posición de poder, para violar a la servidumbre, compuesta casi siempre por negras y paisanas de las tolderías cercanas. Eso era en verdad algo bastante conocido en el pueblo, pero lo que se descubrió luego fue lo de la traición y un abuso a la hija menor de un importante comerciante de la época. Eso fue intolerable.

Se sabe que los L´ameterre opusieron resistencia al cambio de nombre. Como es obvio los L´ameterre eran muchos, pero muchos más eran los que no portaban el apellido.

Los viejos siguieron llamando al pueblo Lameterre a secas, que era como se lo conocía en la zona. Pero al ir muriendo estos lógicamente Río torcido prevaleció.

Río Torcido supo ser un pueblo próspero, ganadero y agricultor. Se encontraba a no más de cinco kilómetros de una ruta nacional, ese tramo de ripio nunca se asfaltó, a pesar de las promesas de cada una de las gestiones gubernamentales.

El río atravesaba el pueblo, de aguas cristalinas, con truchas y percas que pescaban en los remansos los del pueblo y que muchas veces atraía a turistas extranjeros, que mosqueaban con los wader hasta el pecho.

Lo que cosechaban iba a las ciudades cercanas, ambas a no más de cincuenta kilómetros de distancia: una hacia el sur y la otra hacia el norte. Esta distancia tan breve, que fue en principio parte de la existencia de Río torcido, también fue parte de su extinción.

La población del Torcido llegó a ascender a 1600 personas, nada despreciable para un paraje de esas características. Pero algo catastrófico ocurrió. Una mañana los vecinos se despertaron con la visita de un grupo de científicos, que realizaban estudios en el río y venían recorriendo el cauce desde casi su naciente. Antes de irse tuvieron una reunión en el municipio. La novedad: el río había bajado considerablemente su nivel, descenso que se constataba ya desde hacía una década.

A partir de ese día las opiniones se dividieron en dos: los viejos que nunca iban al río y que decían que eran puras macanas, y los que decían que efectivamente había bajado el nivel, ya que tomaban como referencia las raíces de los árboles y la marca de barro contra la orilla. En este último grupo había viejos y jóvenes, pescadores y asiduos al río. Esto debió ocurrir hace como sesenta años o más.

En fin, lo cierto es que sí, que el río fue disminuyendo su caudal, hasta que solo fue un hilo de agua.

Ahorramos aquí los motivos por los cuales el río dejó de ser río.

Para la época en que las truchas ya no habitaban el río, el pueblo había caído en un estancamiento económico importante. Las dos ciudades que lo escoltaban habían crecido significativamente. Los jóvenes migraban a alguna de ellas, en busca de mayores oportunidades. Las cosechas por la falta de agua eran pobres y de mala calidad. Muy pocos visitaban el pueblo, ya no era necesario.

Pronto las personas empezaron a vender sus propiedades, aunque gran parte del pueblo pertenecía a un descendiente de Lameterre, pero apellidado Pereira.

Es así que el pueblo se fue vaciando, en las últimas votaciones formales, para intendente se registraron cincuenta votos en las urnas. En las votaciones que les siguieron a esas, ni se molestaron en usar urnas, votaron a mano alzada en el patio de la escuela. Ahí se eligió al último intendente del pueblo.

Chacras, casas, terrenos todo se iba vendiendo. Por último, el único hijo del viejo Pereira vendió sus propiedades. Casi mitad del pueblo. Entre las que se encontraba el cementerio, que era uno de sus emprendimientos familiares. El viejo le habría dicho: “al cementerio no lo largues nunca, es negocio redondo, muertos no han de faltar”. Se equivocaba.

El comprador era un gringo, la venta se hizo en un escritorio muy lejos de Lameterre, con varios intermediarios. El pueblo ya no figuraba en los mapas nuevos, todos se habían ido, todos los que podían. Los muertos no.

Cuando el gringo se dio cuenta, que un argentino avivado le había vendido un montón de cuerpos enterrados se deshizo, a muy bajo precio, de todas las tierras de Río Torcido.

El nuevo dueño, un tal Ranciere, pronto descubrió el engaño, si bien había ido hasta el lugar previamente, solo observó desde la ruta y apenas avanzó por el ripio unos metros hacia el pueblo. Ese día había un temporal terrible, que anegaba el acceso. No apto para un Lamborghini Urus.

Ranciere, volvió tiempo después, con un equipo de asesores e ingenieros, ya concretada la operación. Del pueblo no quedaba prácticamente nada, solo lo que había pertenecido a Pereira hijo. La mayoría de las tierras vendidas estaban aún sin uso. Habían derribado todas las construcciones y pasado la retroexcavadora. Pero en otros había cultivos recientes de soja.

La solución más rápida, para el cementerio, era obviamente tirar todo abajo, retirar los escombros y tapar con relleno. Pero llegado el momento los operarios se negaron a tal sacrilegio, temerosos, pudorosos o respetuosos, se negaron. Más aún porque encontraron varias fosas y nichos abiertos, ya vacíos. Aparentemente los que contaban con más recursos se llevaron a sus familiares a otro cementerio. Esta imagen los perturbó seriamente.

El nuevo dueño se hizo de unos precarios registros, que había de las personas enterradas en el cementerio. Incompleto tanto en el número de muertos como en los datos de cada uno. En total la lista era nada más que de 187 residentes. Todos los teléfonos de contacto de los familiares eran de Río Torcido. Para ese entonces ya hacía muchos años que el último poblador se había ido. Luego de la muerte de Rogelio Fuentes, quien había jurado morir en su pueblo, donde había nacido. Se negó a irse, resistió a dos desalojos y al final recibió un balazo de fusil certero en la nuca, mientras tomaba mate en su mecedora. Nadie se responsabilizó del hecho y Don Fuentes no fue al cementerio del Torcido.

¿Qué hacemos con el cementerio?

Ranciere quiso contactarse con los familiares para que se lleven los cuerpos, pero no tuvo éxito. Los pocos, que contactó su secretaria, no mostraron interés o carecían de los medios. Pensó en lanzar una especie de campaña, pero desistió por el tiempo y el dinero que requería la empresa. Se entrevistó con autoridades de la provincia, que le aseguraron estar trabajando en eso.  Contrató a otro equipo de operarios, que a la hora de pasar la retro no solo se encontraron con el mismo escenario que los anteriores, sino que en el lugar estaba una escritora e investigadora, que hacia un relevo de las tumbas para “reconstruir” sus historias (según sus palabras). De allí salió años después un libro de ella titulado: Crónicas truncadas del Torcido. Las cajas de las copias de los libros siguen archivadas en el depósito de la editorial y otros basureros.

La escritora también tenía una orden judicial, para impedir cualquier trabajo sobre el cementerio hasta tanto no finalice la investigación.

Ranciere se dio por vencido, luego de no menos de cinco años de intentos fallidos. Optó por ocupar todas las otras tierras, que había comprado, con cultivos de soja y se olvidó del asunto.

El cementerio quedó rodeado por campos y campos de monocultivo. La naturaleza hizo lo suyo con el tiempo: la maleza, los arbustos y pequeños arbolitos crecieron tapando todo vestigio de lápidas nichos y otras breves edificaciones mortuorias.

Cuando uno llega a la zona puede observar grandes extensiones de cultivos de soja que, según la época varia de una coloración verde a marrón, o bien tierra recién arada. Y en una especie de centro de todo aquello, un predio de una hectárea y media poblado de plantas silvestres autóctonas, que se pueden ver desde lejos por la altura del follaje y el verde intenso.

En algunas partes hay rastros de un antiguo cauce de río seco.




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