UNA COSITA ROSA PARA ABRAZAR!!!
El corazón de un
hombre es un recinto complejo… Personas van, personas vienen… Algunas dejan
su huella, otras son simples recuerdos.
Iniciamos conociendo el amor, en la mayoría de los casos
(y tal vez reconociéndolo muy tarde) en el ser que nos otorga la vida. Adoramos
a nuestra madre al mejor estilo de “Edipo Rey”, hasta que empezamos a distraer
nuestra atención en otros horizontes que en la mayoría de los casos también
tienen rostro femenino. Nos rompen el corazón, volvemos al seno materno y así
pernoctamos en más de un vaivén hasta que cuando menos lo esperamos; le
restamos exclusividad a ese ciclo vital para encontrar otro con rostro de
infante a través del cual orgullosamente prolongaremos nuestra estirpe.
Al ser padres entendemos la vida de otra manera. Amamos a
hombrecitos y mujercitas “carne de
nuestra carne” con la firme convicción de que algún día serán hombres y mujeres
de bien. Los amamos y punto. De la manera más natural e incondicional. Tal como
debe ser el amor.
Tener un hijo varón enaltece nuestra masculinidad puesto
que será él quien prolongue el apellido que heredamos de nuestro masculino
padre. Será este hijo varón quien eleve el ego paternal y conquiste nuevos terrenos
en su propio ciclo vital de vaivenes, abandonando circunstancialmente a su
progenitora mujer por otra que lo convertirá en padre también. El hijo varón
siempre será temporalmente nuestro, el hombre es libe por naturaleza.
Aunque la mayoría desea en primera instancia “prolongar
el apellido y elevar el ego paternal”, otros por el contrario requieren de la
ternura que inspira una carita con esbozo de mujer. Para estos últimos, los
descendientes masculinos (hijos como cualesquier otro) no dejan de ser motivo
de alegría, orgullo y amor paternal; sin embargo estos serán desde los inicios
de su existencia seres con necesidades particulares en los que la ternura
desmesurada puede quebrantar el carácter que necesitan en su crecimiento viril.
Pocos hombres nacen preparados para apreciar las virtudes de una descendiente
femenina.
Esta descendiente femenina, representará en cualquier
momento de la vida paternal del hombre promedio una paradoja querencial.
Criamos a los varones con amor, pero con temple. Les inculcamos la fortaleza
para asumir con responsabilidad su rol en la sociedad. A las niñas por el
contrario les inculcamos ternura. Las cuidamos tal cual flor de pétalos
sutiles, marchitables ante la sequia y frágiles ante la tormenta. Aun benditos
sea cual sea su sexo, los hijos terminan siendo regalos con esencia distinta.
Ninguno mejor que otro solo particulares en su ser. Los hijos varones se crían
para volar y las hijas mujeres para sustentar un nido al que llamarán familia.
Los descendientes masculinos empiezan su camino hacia la
emancipación mucho antes de lo que quisiéramos.
Cada vez más independientes en su afán de libertad, experimentan el
mundo de manera fugaz. Se fortalecen en su hombría tal cual como sus padres lo
hicieron y los repelen progresivamente como fuerzas opuestas en un conjunto de
ridículas vicisitudes que los hacen cada vez “más hombres”. El amor entre
padres e hijos (varones) es un sentimiento complicado, lleno de angustias y
pesares que solo el tiempo nos enseña a comprender. Los hombres se quieren a su
manera. Quizás de la forma más estúpida, pero en esencia así somos.
Las proles femeninas por el contrario, se aferran cada
vez más a la figura paterna que les genera sensaciones de seguridad y
protección. Compiten con sus madres por esa figura que ambas necesitan. Nos
hacen sentir importantes. Nos hacen sentir “hombres”. Las amamos sin
limitaciones porque ellas siempre serán el complemento de nuestra virilidad.
Jamás opondrán su feminidad a nuestra básica esencia masculina. Ellas, aún emancipadas
(con suerte de la manera más tardía); necesitarán siempre el refugio guardián
del ser que contribuyó en su existencia.
Los que han tenido la dicha de ser padres de uno y otro
tipo, entienden (en el mejor sentido de la palabra) que el amor de padre no es
un sentimiento incólume. Se ama a todos por igual pero distinto. Se protege a
todos en cada momento pero diferente. Para cada uno existe un modo. Para cada
uno un tiempo y lugar distinto. No existe una fórmula mágica para ser padre,
pero hacemos lo que nuestro sentido común y amor paternal nos orienta. Muchos
nos cuestionamos por saber si lo hacemos bien o mal, al final solo importa
hacerlo de la mejor manera posible. “Padre puede ser cualquiera”, pero no
cualquiera puede ser padre.
Los hijos varones, hombrecitos desde su nacimiento; se
cuidarán siempre desde la perspectiva de la independencia. Las hijas, desde la
sobreprotección. Los primeros por su gallardía, las segundas por su espíritu
frágil. Entre los hijos varones y su padre, siempre habrá de existir un vínculo
recio que solo flejará en determinados espacios circunstanciales. Con las hijas
mujeres siempre se tendrán prerrogativas sentimentales propias. Al final, ¿Qué
hombre se puede resistir a un dulce rostro femenino?.
No pudiesen ser más afortunados aquellos que han tenido
la dicha de procrear hombrecitos que algún día se convertirán en hombres. Que
vivirán al abrigo de su progenitor hasta sentir el llamado de su masculinidad y
emprender por si mismos el camino que los ha de alejar cada vez mas de su lecho
paternal. Cuando se tienen hijos varones el tiempo de extingue a cuenta gotas.
Cada paso hacia el futuro es un paso en el olvido. Se querrán siempre con una
brecha de por medio, la ridícula brecha de “la hombría”. Volverán
esporádicamente por el compromiso del agradecimiento o la necesidad, pero
siempre estarán tentados por lo desconocido, hasta que su propio circulo vital
los arrope y revivan los fantasmas de la “paternidad masculina” sobre sus
propios hijos varones si llega a ser el caso.
Algunos hemos deseado al menos una descendiente femenina.
Aquella que con su carisma nos enamorará progresivamente en la convicción de
ser siempre afín a la ternura y a la delicadeza. Aquella que nos quitará el
sueño por representar el riesgo de hacernos vivir en carne propia los errores
de nuestra mal interpretada masculinidad. Las hijas se querrán siempre desde el
abrigo y la sobreprotección. Trataremos de que “uno como nosotros” jamás empañe
su alma y le dibuje nuevos horizontes casi siempre condenados al dolor y la
decepción. Algún día habremos de dejarlas partir, pero siempre con la
convicción y el consuelo de su regreso.
Al final, se tengan hijos de cualquier sexo; el
compromiso es el mismo. Se dará la vida por su bienestar a costa incluso del
nuestro propio. Se querrá poderlos encerrar en una cúpula donde jamás puedan
ser golpeados por los azares del destino. Se tratarán de retener hasta el
momento en que su propia independencia los absorba. Unos partirán antes, otros
después. Al final eso es inevitable.
He de confesar que he adorado (a mi manera) a cada uno de
mis hijos varones de los que hube de desprenderme más temprano que tarde. Con
nostalgia los he visto convertirse en hombres de bien cada uno en su propio
camino sin mirar atrás como “los hombres” suelen hacerlo. Fieles a sus vínculos
maternales hasta en lo incorrecto. Despreciando los errores paternales más ligeros.
Eso es lo menos importante, la felicidad de un hijo es la propia aunque nos
cueste la vida.
Por ello hoy además de agradecer mis tesoros masculinos
esparcidos por rumbos inciertos, también doy gracias al destino por permitirme
fundir mis ansias en un pequeño ser de aroma sutil e innatos bosquejos de
feminidad. Simplemente doy gracias porque entre tantos azules, hoy también
tengo “una cosita rosa para abrazar”
“Dedicado a cada uno de mis hijos varones
(Said A., Diego S. y Diego.)… y por supuesto:
a mi “Vicky” (María Victoria)”