Una historia real

Una historia real

Le oí este cuento a Diego Leonarte. Dado que Diego no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Diego y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco y entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Diego Leonarte. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del futbol o de los políticos, nada más.

Pero un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Diego, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan poco los libros y los escritores, pero resultó que Diego se consideraba un artista de la fotografía.

Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba una situación bastante embarazosa.

Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Desde ese día Diego y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me habían llamado de un periódico y me había preguntado si querría escribir un cuento que apareciese el día de Navidad. Dije que sí. En cuanto colgué el teléfono, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad? ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Sin embargo, ¿Cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco, y allí estaba Diego, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado—. ¿Sólo es eso? Si me invitas a almorzar, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a los toneles, un bar angosto y ruidoso y Diego se lanzó a contarme su historia.

—Fue en el verano del setenta y dos —dijo—. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la plaza del ayuntamiento. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

»Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Vicente Marco. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de futbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval del Cabañal sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y me encuentro solo. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Castellón visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Vicente Marco sobre un estante de la cocina. Pienso, ¡Qué diablos! ¿Por qué no hacer algo bueno por una vez? Así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en la Malvarrosa. Llamo al timbre. No pasa nada. Lo intento otra vez para asegurarme. Justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Vicente Marco.

—¿Eres tú, Vicente? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

—Sabía que vendrías, Vicente —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Dolores en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

—Está bien, abuela Dolores —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto, sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Vicente. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

—Eso es estupendo, Vicente —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo a la vez—. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, ensalada de patatas, tarta de chocolate, toda clase de cosas. Dolores tenía un par de botellas de vino, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Dolores, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo seis o siete cámaras fotográficas. Son de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas. Deduzco que eso es obra del verdadero Vicente, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Dolores se había quedado dormida. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó—. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Dolores ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Fue una buena obra, Diego. Hiciste algo muy bonito por ella.

—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste
fuese su verdadero propietario.

—Todo por el arte, ¿Eh, Javi?

—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿No?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Diego mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Diego —dije—. Supongo que estoy en deuda contigo.

—No, no. Simplemente escríbela como te la he contado y no me deberás nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Diego con otra mía, llamé al camarero y pedí la cuenta.




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