Veinte para la una

Veinte para la una



No tuve el gusto de conocerla en persona, se llamaba Rebeca
y coincidimos en una web que se encargaba de encontrarte pareja.

Rebeca y yo platicábamos todas las tardes, según ella era
bailarina profesional y todos los días se quejaba del dolor de sus pies y de lo
poco que podía comer, yo en realidad le contaba muy poco, sólo que era profesor
de historia en un bachillerato cerca de la delegación Iztacalco y que cada
tercer día iba a correr a un deportivo que estaba por mi casa, aunque esto último
era mentira, pero como siempre he sido flacucho, bien pudo parecer verdad.

Un jueves, Rebeca me confesó que no era ella la persona
que aparecía en sus fotos, que no bailaba ni en bodas y que tenía sobrepeso. También
me dijo que trabajaba vendiendo créditos hipotecarios, yo sospechaba su revelación
así que no me sorprendió del todo, sin embargo aproveché su momento de
debilidad para decirle que no tenía el hábito de correr y que si mentí, fue
para tener una actividad en común.

—Lo sabía, no conozco un solo profesor que haga ejercicio,
supongo que con esto estamos a mano.

(Rebeca me envió una fotografía de la verdadera Rebeca en
traje de baño).

Después de media hora sin escribirnos nada, me llegó un
mensaje que decía lo siguiente:

“Querido Javier: 

No
sé si en verdad ese sea tu nombre, pero me gusta llamarte así, Javier. Estos
meses de platicar contigo me han servido mucho y de corazón me gustaría
conocerte, dicen que los historiadores son excelentes amantes así que, con el
rubor en mis mejillas, mis bragas mojadas y si no tienes nada mejor que hacer, te
espero este sábado en el hotel Bugambilia, a las doce cuarenta.

Siempre
tuya, Rebeca.”

Aún
no terminaba de leer aquel mensaje cuando mi cuerpo ya temblaba de la emoción,
lo leí una y otra vez para asegurarme de que no estaba malinterpretando aquella
proposición. Afortunadamente todo estaba muy claro, Rebeca pensaba en mí, como
yo en ella.

—Nos vemos el sábado —respondí, no dejando duda sobre nuestro encuentro.

El
viernes se me hizo eterno, los alumnos expusieron el tema «La Segunda Guerra
Mundial y su repercusión en la Economía Mexicana del Siglo XX», objeto de
estudio bastante interesante sin duda, pero yo sólo podía pensar en Rebeca. Me imaginé
quitándole el sostén y el pretexto que utilizaría si mis aptitudes de amante no
apagaban el fuego de su cuerpo, tan distante andaba que me valió madres que
Juan, uno de los expositores, asegurara que fue Adolfo López Mateos quien dijo
aquella frase de: «Defenderé el peso como un perro».

Afortunadamente
el día terminó y después de una pesada noche de insomnio, por fin llegó el
amanecer del sábado. Me emocionaba el hecho de tomar de la mano a Rebeca y
entrar en ese hotel, quería sorprenderla de verdad, así que le puse empeño al
asunto. 
Bañado,
vestido y perfumado, eché un ojo al refrigerador, contrario a mis hábitos
alimenticios desayuné pesado, un plato de papa horneada con lomo y un vaso de
Coca-Cola, al terminar eructé tan fuerte que el gato de la vecina comenzó a
maullar.

Salí
de mi casa y tomé un taxi de esos blancos que dicen ser del aeropuerto y que te
cobran un ojo de la cara, no había trafico por lo cual llegamos en media hora,
dimos vuelta en Anzures y el taxista me miró chiviado por el retrovisor cuando
le pedí que me dejara en el hotel, pagué con uno de doscientos y le dije que
guardara el cambio, él me agradeció con un «Que Dios le dé más».

Me
alegré al darme cuenta que aún faltaban diez minutos para la hora pactada,
tiempo suficiente para sentarme en la banqueta y secar el sudor de mis manos
con el pantalón recién planchado, cuando terminé de hacerlo tenía las manos
rojas, más sudadas y el pantalón hecho trizas de arrugado, para olvidar el
asunto me eché a la boca una menta y ensayé mi saludo, la tarde estaba muy
amena y yo me sentía lleno de vida, tan alegre andaba que le compré a Rebeca
unas flores y una caja de chocolates en la tienda de regalos del Hotel. Mi
ánimo empezó a caer cuando los minutos se iban y mi cita no llegaba, pasaron
horas y de Rebeca ni sus luces. Cansado de esperar, verifiqué el nombre del
hotel y en efecto se trataba del mismo, Bugambilia. Aún desconcertado y soportando
las miradas de burla que me lanzaban los que salían de echar un palo, me di
cuenta que me había equivocado de hora, mi amada Rebeca me citó a las doce
cuarenta y yo como un tonto, llegué al veinte para la una.




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