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– Hace falta harina.
Le dijo la madre mirándola de reojo, mientras hacía la mezcla. La niña dio un pequeño salto desde el banco en el que estaba sentada y esperó con la mano extendida, el dinero que su mamá sacaba del bolsillo del delantal.
Salió de la cocina y rápidamente alcanzó la puerta de salida, que cerró descuidadamente. Con sus cabellos algo enharinados al viento, la pequeña tomó una rama del suelo de la reciente poda. Mientras caminaba iba arrastrando, por la tierra seca del verano, la rama con un brazo más retrasado. La rama dibujaba un sendero rústico.
En pocos minutos llegó a la despensa dejó la rama en la entrada y esperó atenta su turno. Compró un kilo de harina y recibió el cambio. Salió alegre y levantó nuevamente la rama.
Apenas retomó el camino de tierra descubrió, que las marcas de su rama se habían hecho surco y corría un hilo de agua por él. Caminó y más adelante el surco se convertía en canal y se ensanchaba más y más, hasta que casi no se distinguía una orilla desde la otra.
El lugar se le hizo desconocido y se quedó mirando la corriente cómo llevaba las aguas, hacia la dirección de su casa.
Caminó otro poco y encontró en un árbol amarrada una frágil embarcación. Se subió y desató el cabo que liberó inmediatamente al bote. Navegó, sin soltar nunca la harina, ni la rama.
El curso de agua seguía cuesta abajo. Hasta que por fin la niña divisó su casa y observó cómo las aguas pasaban por en medio de ella. La puerta estaba abierta por allí la atravesó y continuó con su rumbo.
Salió del pueblo y de las montañas y detrás de la puesta del sol y luego la noche y de la noche al día. Por fin el curso de agua se fue secando y haciéndose más angosto cada vez más y más, hasta ser solo un rastro de una rama en la tierra a penas húmeda. El rastro terminaba en la puerta de una casa, que era la de la niña, donde su madre ya anciana esperaba su regreso. Recién ahí la niña volvió a mirar sus manos y no se reconoció.