Fragmentos del anecdotario
Es normal que, de un día para otro, nos embargue el recuerdo. Más cuando uno se acerca a casa. Será esa la razón de mi constante tembladera mientras el avión desciende abruptamente a tierra. El pasado me pone nerviosa. Para mí, se trata de un ciclo atascado, irresoluto. Algo que termina doliendo. Un tacto puntilloso, constante; una especie de herida que no cierra sin importar cuanto la cubra del sol, que mantiene el dolor sin importar cuanto ungüento le eches. Maldita sea. Estoy pensando demasiado. Los roces de la aeronave con la pista de cemento me sacan de mis pensamientos y me devuelven a la realidad. He llegado. A los pocos minutos, bordeo la línea de salida y bajo por la escalera de metal directo a la pista. El aire aquí es denso y me entrecorta la respiración. Lo aspiro fuertemente. Me siento bien. Inevitablemente, vuelvo a pensar. Al hacerlo, me fuerzo a creer que este viaje podría serme útil; pienso que, quizás, podría ayudarme a sanar. Eso. Funciona bien. Sigo aspirando con fuerza y me aferro a ese pensamiento.
Media hora de trámites es suficiente para mí. Sello en el pasaporte, maleta estropeada por la lluvia, banda automática, olor a humedad, entremezclado con la brisa marina, que me llena los pulmones. Todo bien. Salgo sin muchos problemas; la ciudad me recibe con su peculiar sinfonía citadina: oleadas del mar y autos aglomerándose. Todo sigue igual.
El camino a casa es silencioso. Conduce un hombre de mediana edad, de amplios cabellos blancos y barbilla rajada. Es Oswaldo, tipo parco, divorciado, que apenas puede ver a sus hijos durante fines de semana y ocasiones especiales. Un hombre que se gasta la mayoría de su escaso sueldo de taxista en tabernas mugrientas y putitas baratas. Bueno; eso no me lo dice. Lo presumo tras fijarme en su forma de conducir, en las manos temblorosas y dubitativas, el hablar nervioso. Lleva una camisa a rayas y desprende un peculiar olor a perfume barato. Demasiado informal para una amante, pero un gasto innecesario para un día de trabajo. Deben ser putas. Por supuesto, no pienso compartir mis deducciones con Oswaldo; no por si se lo tomase a mal, sino en el relativo caso en que me equivoque. Siempre me han dicho que no debería prejuzgar tan fácilmente. Supongo que por eso no le agrado a la gente. Lo que ellos no saben -o, al menos, pretenden no saber- es que nada de esto ajeno a su rutina. Aman hacerlo. Juzgamos todo el tiempo: deducimos, asumimos, aceptamos y nos congraciamos con ellos; aceptamos un mecanismo de ataque y de blindaje, una forma pasivo-agresiva de combatir los miedos. Juzgamos para sentirnos superiores al resto, para que nuestras penurias parezcan mínimas en comparación. Es necesario. Y sí, puede que resulte tautológico. Que me critiquen por juzgar solo comprueba lo que digo.
Al parecer, me he distraído por mucho tiempo. Oswaldo me devuelve a tierra. “Su dirección, señorita”. Me sonríe. Yo le devuelvo la sonrisa, mientras rebusco entre mi cartera con qué pagarle. Saco un par de billetes y se los extiendo. Se despide con cordialidad y parte a prisa. Estoy sola. Me enfrento al enorme bloque de condominios de color grisáceo, en el que apenas se distinguen ventanas. Maldita sea. Me doy cuenta que no hay forma de regresar.
El pequeño apartamento se me presenta mohoso y derruido. La puerta apenas puede abrirse luego de un par de empujones; se abre con un chirrido, el sonido metálico de la podredumbre, de la dejadez. Camino despacio, como si estuviese alguien durmiendo en la habitación contigua, aunque sé muy bien que no hay nadie más conmigo. Dejo mi bolso y mi maletita sobre la mesa del comedor: una pieza escueta de madera repujada y roída. A cada lado, un par de sillas recubiertas de una tela rojiza. Me acerco a la sala, tratando de hallar una pequeña lámpara. Hay un foco pegado a un cetro de bronce, cuyos bordes están cubiertos de polvo. Lo enciendo. Me dejo caer sobre la superficie de franela del sofá, color topacio chillón. Quiero quedarme dormida. Si no lo hago, empezaré a pensar de nuevo. Mierda. Se bien que no voy a poder dormir: luego de una mala siesta en el avión, mi organismo ya no responde. Me voy a quedar pensado. Desde el sofá, echo un vistazo al contorno de la habitación; trato de buscar un estéreo, algún reproductor de sonido. Buscar alguna excusa para rehuirle al silencio. Sí. La música salva. La música me ayuda a no pensar. Sigo buscando por varios minutos. No encuentro nada; tan solo, el móvil. Con la poca batería que me queda, pongo alguna canción, alguna aleatoria. No tardo mucho en arrepentirme de esa decisión. La canción no funciona como yo esperaba. Todo lo contrario. Los recuerdos regresan. Se amontonan. Demonios, demonios. Es inevitable.
La música me hace pensar en mamá.
Recuerdo su voz dulce, agudísima, que se podía escuchar desde la habitación contigua. Una voz lastimera, producto de los numerosos boleros que cantaba con frecuencia. Mamá era así. Podía cantar en cualquier momento, cantar cuando sentía “ganas de vida”, como ella misma decía. Para mí, por supuesto, era muy fácil saber cuándo estaba bien o no; todo dependía del canto. Mamá decía que las paredes de la casa eran demasiado finas para nuestro propio bien. Todo se escuchaba. Escuchaba el griterío del fin de semana: mamá y sus invitados, la mayoría hombres, quienes la acompañaban en su canto aplaudiendo y tomando aguardiente. Pasada la medianoche, la mayoría se iba, pero uno o dos se quedaban hasta el día siguiente. Todo se escuchaba. Los estrujones y gemidos, también. Yo solo quería dormir. No podía. No con ella a mi costado, perdiéndose a sí misma.
Recuerdo que a veces no podía soportar esas noches pasionales en mi casa. No podía enfrentarme a mamá, al menos, no cuando apenas podía enfrentarme a mí misma. Una noche, irritada por los aullidos desprendidos desde las paredes, no pude más. La mandé al diablo. Decidí que, de alguna manera, debía desaparecer. Para alejarme de ahí, busqué lo que sea. Seguir mis pasiones. Mi deseo. La idea me animó. Al final, contacté a alguien que podría hacérmelo. Me dieron una dirección y un nombre. Una fecha y una recomendación.
El tipo era alto, mugriento y de nariz ganchuda. Llevaba una casaca gruesa y estirada, los pantalones demasiado anchos y el aliento a colillas de cigarro. No me gustaba. Recuerdo que le hice caso y que decidí prescindir de mi juicio, al menos, por una vez. Craso error. El tipo tenía una agenda: decidí seguirla. Me llevó a un antro mugriento: un lugar que se asemejaba a una pollería familiar por el día y que por las noches se volvía taberna. Me di cuenta por el hedor evidente, una mezcla entre cerveza barata y aceite quemado. Me hizo sentar en una mesa de plástico y se fue a la barra. En la mesa contigua, dos mujeres de senos abultados y mínimo escote me veían y se reían entre ellas. Él regresó a los pocos minutos con dos platos de tecnopor brillantes por la grasa. La cena: una pata de pollo troceada y asada, acompañada de un cerro de papas cubiertas por una capa gruesa de sal. Apenas pude comer. Él se devoró el plato en pocos minutos. No me hablaba; apenas paraba de masticar para servirse un nuevo vaso de cerveza. Me ofreció un poco, acercándome un vaso grasiento sin lavar. Me serví hasta la mitad, a ver si así me quitaba el sabor a aceite. No funcionó. Las mujeres se reían: se presentaban ante mí, se sorprendían y divertían ante mi silencio, cuchicheaban entre ellas. Me quedé callada. En tales circunstancias, era mejor así.
Él, por otro lado, seguía en lo suyo. A los pocos minutos, se fijó en mi mirada de desagrado y mi silencio de protesta. Eructó y me hizo una seña. Nos levantamos y nos alejamos del salón. Mis nervios empezaban a crecer. Me palpitaba el pecho. Se mantenían las dudas. Él me condujo por un estrecho pasadizo, que terminaba en una puerta de madera. Sacó una llave y la abrió. El lugar era mísero: apenas una silleta, un par de colgadores, una especie de catre armado con medio colchón empolvado, un par de frazadas deshilachadas y otro par de sábanas amarradas en forma de almohada. Me pareció horrible. Él ni se inmutó. Se quitó el pantalón y dejó colgando su sexo, medio dormido. Sentí la tensión en mis brazos. Tardé un poco en quitarme la chompa y la blusa, demoré en desabrocharme el corsé y sacarme las bragas. Mis pequeños pezones se erizaron de repente. Con otro gesto, me dijo que me tirara sobre el catre. Lo hice y esperé. Así, pálida, flacuchenta, desnuda, me sentí débil. Él no.
El sexo tardó un par de minutos. Se metió dentro de mí, estrujó un par de veces, me apretó las tetas y se vino. Fue rápido, desganado, incluso, arrogante. No le importó que yo no hubiese sentido mucho. Por supuesto, no me vine. Apenas si me expresé a través de un bufido y una mueca de dolor. Él se vistió y me pasó mi ropa. Me fijé en la hora del celular. Eso lo hizo más humillante. Caminamos de vuelta al salón principal y me indicó que se quedaría. No le insistí. Él no esperaba que lo hiciese. Mientras salía, me di cuenta de que hablaba con las dos viejas que habían estado a mi costado. Les hizo la misma seña que a mí; mismo gesto sucio, cuestionable. La reacción fue la misma. Se pararon y lo siguieron hasta el mismo pasadizo. Él sonreía. Parece que no se contentaba con un polvo.
Estaba en una zona sucia y peligrosa de la ciudad; deambular entre bares de mala muerte y puteros de baja reputación. No pude. Recuerdo que tomé un taxi a casa y que el taxista se apiadó de mí. Entré en silencio para no despertar a mamá. Me tiré en mi cama, con la ingle adolorida, el maquillaje corrido y allí, sin planearlo, me eché a llorar. Seguía él. No tuve fuerzas para juzgarle. Me juzgué a mí misma. Me odié por haber confiado. Me sentí mamá.
La primera vez fue una mierda. Traté de alejarla de mi cabeza, de disiparla lo antes posible, pero, por más que lo intenté, no pude. La segunda vez llegaría mucho tiempo después. La segunda y última. Por supuesto, yo era una persona diferente. Ya estaba estudiando la licenciatura. Tomé clases muy lejos de aquí, para no tener que lidiar con mamá. Por esos entonces, mamá ya no cantaba. Se había vuelto una mujer silenciosa y de voz ronca, arruinada por la menopausia y por las incontrolables jaquecas. Había perdido el juicio, quería creer, aunque, si soy honesta, no podría distinguir la diferencia: ella nunca había sido, según lo que dicen, alguien cuerda. Eso, sin embargo, no lo hacía más llevadero. Nuestra relación se agrietaba: las peleas a medianoche, marcadas por llanto y alarido, se habían convertido, indefectiblemente, en silencio: silencio parco, herido e insuficiente. Decidí que sería bueno alejarme del ambiente pesado de casa para variar. Ella también. Se largó a una villa campestre y se encerró en una casucha frente a un monasterio local, a fin de “purificarse”. No recuerdo que me haya dicho adiós. Tampoco recuerdo que me haya escrito. Recuerdo, sin embargo, que mi rebeldía parecía acrecentarse. con ella, mi deseo de escape. Y así, también el placer. No tomó mucho. Conocí a un tipo afable y callado, uno de mis compañeros de clase. Era de altura mediana, lucía un cuerpo musculoso sin haber sido trabajado y llevaba unos gruesos anteojos que destacaban sus ojos verdes. El rostro lo tenía cubierto de una espesa barba. Conectamos bien. Salimos por un café y reímos bastante. No era particularmente lúcido, pero sí agradable. Del café pasamos al bar. Con unos tragos encima, terminamos en una habitación de hotel. Allí lo hicimos, de forma lenta, torpe. Ninguno sabía bien qué hacía. Al terminar, vi que se aferraba a la almohada. Llanto.
Irónico. Para la segunda vez, yo ya no era quien lloraba. Entre sollozos, él pedía perdón. Pensé que era a mí. Pensé mal. Le pedía perdón a su esposa. Me sentía asqueada. No había tenido ni la decencia de contarme que estaba casado. Apenas si pudo mirarme a la cara mientras se limpiaba y se ponía la camisa. A los dos minutos, estaba sola otra vez. Decidí quedarme en la habitación del hotel por la noche; ya estaba pagada. Tuve que quedarme allí, sentirme la otra, la puta, la desagraciada. No la pasé bien. Otra vez, me atoraba el silencio. Necesitaba escaparme de él. Quise pensar en cualquier otra cosa. Solo recordaba la voz de mamá. A la semana siguiente, en vacaciones, me largué a mi casa. Nuevamente, derrota. La voz se mantenía. Una voz que me perseguiría por siempre. Hasta ahora.
Maldita sea. Lo peor de recordar con tanta intensidad es que te olvidas fácilmente de por qué empezaste a hacerlo en primer lugar. En mi caso, asumo que es mamá. Mamá y el deseo. Mamá y los hombres que usaba para alejarme de ella. Mamá y mi necesidad de mantener la crítica constante. A pesar de todo, a pesar de esas noches sangrantes y de su cambio de humor, a pesar de todos mis encuentros detestables solo para alejarme de ella, yo nunca la juzgué. O eso quiero creer. Mientras la canción se acaba, me doy cuenta de que es muy tarde. Quizás ella se fue pensando en que lo había hecho: vivió como yo, inmersa en la culpa, en el reproche, en cualquier estado que, de alguna forma, involucrase penitencia. Aun así, he venido. He vuelto al pequeño apartamento de paredes finas que aún se siente como ella. Aún permanece su voz. El entierro es mañana, pero lo recuerdos ya han empezado a brotar. Dejo el móvil y me acurruco. Ahora sí, espero dormir. Espero.
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